Para obviedades: una comunidad con instituciones en declive es una comunidad cada vez más violenta y vulnerable a la violencia. No solo son las policías, pero si de ellas se trata, el abandono por parte del gobierno, el maltrato por parte de la sociedad, y el asalto por parte del crimen organizado, las hará cada vez aún más inservibles, y cada vez menos dispuestas a servir. Cuando cale el significado de la militarización extendida en la que nos embarcaron, quizá suceda el milagro de que el país extrañe a las policías, o más bien, la idea de una policía. Por lo pronto, la condescendencia hacia el crimen organizado desde la cúspide del Estado se entiende bien, lo mismo por el grupo paramilitar, que por el estamento militar; tanto por la policía, como por la turbamulta. Ahí se incuban soberbias y resentimientos de pronóstico reservado. A la claudicación militarizada se añade la crisis económica y el colapso educativo, fuerzas en confabulación siniestra que arrinconan a los jóvenes en las dos principales fábricas de nuestra violencia, la casa y la calle. No faltará carne para aventar al azadón.
Muchos de quienes denuncian o enfrentan al monstruo rampante son ya muertos en espera del acta. Murrieta ensangrentado en el pavimento de Cajeme, o el policía asesinado cada día (el promedio real es más alto), o quienes buscaron a sus desaparecidos para también ellos desaparecer, son estampas de una resistencia masacrada por asesinos que nunca la tuvieron tan fácil. Y mientras las tragedias se agolpan, instantes borrosos en un vértigo inabarcable, sirve de acompañamiento el parloteo de unas élites postradas, incapaces de procesar intelectual e institucionalmente una distopía en jauja. El caso es que cuando una ignorancia porril intenta eliminar de la conversación los grandes intereses nacionales, necesariamente enfocados a los cimientos y procesos de la gobernabilidad y el desarrollo, aún se desconoce cuál será la agenda legislativa y política de una alianza que va tarde para asumir una identidad y su responsabilidad opositora.
Con todo, nada más patético que el reducto acolchonado de las distancias displicentes, de la obsecuencia disimulada. Sí, justo cuando el poder se vanagloria de que la Constitución es un tapete, y de que las clases medias son una piñata; cuando las víctimas son cascajo político, y la miseria destino manifiesto para cada vez más millones; cuando cada frase es probablemente una mentira, y la inteligencia un enemigo existencial, desde ese limbo inmaculado se emiten ñoñerías del tipo: “En el gobierno no parecen advertir que…” o “Hasta cuando tolerarán…” o “Pero han respetado…” tal o cual cosa. Algunos se victimizan: “Sigo sin entender…”. Fanáticos de los advenimientos que nunca llegan, otros balbucean: “Aún hay tiempo para que enderecen…”. Hay quienes compran la estafa de que un gobierno autista pone en marcha estrategias de algún tipo. Resignados a que no las hay, ni las habrá, otros buscan debajo de las piedras: “Bueno, pero sí hay un buen diagnóstico…”, nos dicen, aunque este “diagnóstico” no es otra cosa que una perorata circular sobre un pueblo al cual se empobrece sin contemplaciones, en alarde sin precedentes de hipocresía política.
Con todo lo anterior, quizá no sea posible superar a la pedantería y a la cursilería cuando se pavonean juntas y nos recetan lo siguiente: “El estilo es digno de reconsideración”. Pensándolo un poco, pues no, no está tan mal como epitafio idiota para algún país sin remedio.