Uno entiende que los políticos, una mayoría quizá, pongan especial esmero en construir una identidad ideológica clara, dura incluso. Con los que hay que tener cuidado, naturalmente, es con los productos auténticos, con los fanáticos. Hitler es un ejemplo típico y cenital, tramando un golpe de Estado diez años, diez, antes de su ascenso al poder; y escribiendo en la cárcel lo que vendría, conectando desde entonces con las miasmas de la sociedad alemana. Stephen Kotkin, uno de los mayores expertos en la Unión Soviética y Rusia, suele comentar que una de las conclusiones más importantes sobre los bolcheviques es que efectivamente eran comunistas, y que lo que decían en público era lo que discutían en privado y lo que terminaban haciendo. Quizá por razones de autorreferencia es más sencillo pensar, desde las democracias occidentales, siempre más flexibles, que los dirigentes comunistas sólo pueden ser unos cínicos y, paradójicamente, se les atribuyen perfiles simplificados a personalidades complejas que integran identidad ideológica con sofisticación intelectual y cultural. Stalin y Trotsky fueron enemigos mortales pero ambos, y muchos otros, demostraban esta falacia. Y, sin embargo, el error se repite y diversos círculos de pensamiento y decisión occidentales apenas caen en la cuenta de que Xi Jinping también es un comunista de a deveras.
Luego puede caerse en el error opuesto, y confundir a farsantes con los productos auténticos. Recientemente, una serie de artículos publicados en el diario español El País se ocuparon de una conferencia que tuvo lugar en México, bastante anodina, con personajes de derecha y extrema derecha de distintos países, alrededor de una organización que se denomina Conferencia Política de Acción Conservadora. Había por lo visto un poco de todo, desde las versiones ligeras y democráticas (Lech Walesa, en su natural papel anticomunista), hasta grados más agresivos en la promoción de sus valores: familia (sólo del tipo que a ellos les gusta, se entiende), religión, preeminencia de poderes económicos, estratificación, nacionalismo excluyente; en fin, lo de siempre. Pero lo curioso no es lo que son, sino lo que ven: en la crónica se recoge cómo en el mentado aquelarre se reprodujo la tontera de que América Latina se estaría tiñendo de rojo (el ideológico, no el de la sangre, que es el que vendría al caso), y que habrían mentado a López Obrador, quien a su vez les siguió el juego con algo en el sentido de que las ideas conservadoras no tienen posibilidad de consolidarse en México.
Quitando a golpistas serios, como Bolsonaro Jr. o el señor Bannon, está claro que algunos miembros de la conferencia son unos párvulos, que no deberían azotarse tanto, y que en cambio podrían aprender de Trump, quien rápido captó la consistencia de López Obrador y no sólo lo dobló de volada, sino que además lo tiene siempre en amigable disposición. El caso es que, a diferencia de quienes se han vendido la caricatura de los comunistas-no-comunistas, tanto los agresivos daltónicos como un periodismo ramplón, compran una estampita vieja, deslavada, obvia, sin ideología y sin ideas, solidaria con dictaduras variopintas. Es la no-izquierda con harapos de izquierda, siempre en primera fila entre las peores farsas en el repertorio político de América Latina. Pero bueno, si tantos se equivocaron con Hitler, con los bolcheviques y con Xi, se entiende que se lea mal y de reojo a un merolico de poca monta. Peccata minuta.