Uno de los lugares comunes más célebres del conocimiento y la cultura universal es que el derecho y la poesía son destinos antitéticos: materia de un anticlímax que se basa en la idea falsa de que el arte –en este caso la literatura, especialmente la poesía– no se rigen conforme a reglas, normas de conducta, directivas ni mandatos, porque la creación es ajena a cualquier tipo de estatuto jurídico, dada su naturaleza libérrima. En términos de Claudio Magris: “la literatura parece invadida por una negación del derecho y de la ley”.
Esta circunstancia desconoce que la preceptiva literaria es un compendio de reglas que determinan la escritura, mientras que la retórica y la versificación son el detalle normativo que condiciona la poesía y, no sólo un aspecto que la diferencia de la prosa si no que la coloca en el marco del canto, el verso, la invocación y la oración sagrada.
La literatura, en especial la poesía, se rige de acuerdo a una idea de legalidad. La realidad se ordena conforme al régimen de la palabra para asignar significado a los símbolos, sentido a las imágenes, comunicarse entre extraños con códigos comunes y, sobre todo, para cantar y cubrir esa necesidad humana de entonar un canto a través de vocablos que solo le son accesible al mago, al sumo sacerdote, al chamán, pero también al legislador, que fue el primer poeta y, a su vez, primer ordenador de la vida en comunidad. “Bajo dicho aspecto, se perfila, acaso, una afinidad entre literatura y derecho, gracias a la analogía entre derecho y lenguaje, muchas veces subrayada al igual que la existente entre jurisprudencia y gramática” (Magris).
El derecho es la disciplina social que marca las pautas del comportamiento social a través de normas obligatorias y, también, una herramienta práctica para solucionar los conflictos entre las personas. Si hacemos memoria, el contrato –en tanto acuerdo de voluntades– se consideró como medio idóneo, acaso el primero, para procurar la paz entre semejantes y fijar unas reglas mínimas de convivencia, pues el derecho, si bien puede regular y especificar un cierto número de normas de orden, por otra parte es incapaz de marcar las pautas de comportamiento en las relaciones familiares o humanas de forma genérica, pues el amor, la amistad o la lealtad, así como el sexo o la ternura siguen sus propias reglas y, a pesar de la persistencia de los condicionamientos sociales y legales, los pensamientos, las sensaciones o el ejercicio de una convicción, siguen solamente el estatuto individual que tiene cada persona, de modo que la autorregulación sigue siendo patrimonio único de cada individualidad, a pesar de que al momento que la conducta de la persona se abre a la sociedad tenga que ajustarse a una serie de convenciones generalmente aceptadas.
En este sentido, la manifestación de los sentimientos, de las convicciones y, aún de los pensamientos, son materia de una ley interna parecida a la ley divina. En este sentido es cierta la observación de Claudio Magris en cuanto a que “el rechazo a la ley acerca la poesía a la fe”. La poesía sigue el estatuto de la ruptura, pues para ser valiosa generalmente tiene que enfrentarse a todas las manifestaciones previas y constituir un grito en el desierto que, en buena medida, será que le asigne su cualidad poética.
La poesía es rebelión, revolución hecha palabra o un manifiesto en contra del orden establecido por su vocación transformadora de la realidad. Así como el derecho tiene la cualidad de aportar elementos para lograr la convivencia, la poesía persigue la finalidad contraria: aislar al hombre para convertirlo en el paria, en el extranjero, en el revolucionario y en el persistente opositor de las verdades consumadas, pues la materia de la poesía no es cantar la realidad sino encontrar una verdad que, en muchas de las ocasiones, se opone a lo que se pregona como moral o socialmente correcto. No es casual, en estas circunstancias, que la ley y la poesía vivan un enfrentamiento, en la medida que “la ley […] sitúa al hombre fuera de la vida y fuera del territorio del amor”, mientras que “la poesía –como la vida, como el amor– quisiera la gracia, no la ley; ella narra la existencia en lugar de juzgarla, como en la sentencia evangélica”. Tal vez, por eso, la “literatura revela así su profunda y contradictoria esencia moral: enemiga de la ley abstracta y descarnada, ella es una encarnación de la ley”.
Esta afirmación adquiere firmeza al momento que se observa que aún el caos sigue sus reglas, que son las mismas de la vida: inesperadas, sombrías, móviles, pero existentes. El derecho pretende regular la vida social con el propósito de generar orden, convivencia pacífica y solucionar los conflictos derivados de la interrelación humana. La poesía propone una reacción que es origen de vida y una alternativa a la existencia: fantasía de la palabra que está más cerca de la magia y la costumbre que del derecho positivo, pero que, al final, constituye un régimen jurídico: el de la desobediencia civil. Desobedecer es poético, igual que la poesía es rebelde. Tal vez porque la poesía, en su eterna contradicción, es generadora de vida, pero, también de destrucción, como si la mente autónoma del poeta supiera que, cuando enuncia un verso con él planta la semilla de un árbol, pero también el germen de la destrucción. Al final, la esencia de la vida: todo inicia para terminar inevitablemente, como una expresión interminable de la naturaleza.
La expresión poética del derecho es cuando la ley apela a lo humano, a lo natural, a valores intrínsecos de la persona y, en consecuencia, la ley o la jurisprudencia se convierten en la materialización práctica de esos valores. Por ello los derechos humanos, según Gregorio Peces-Barba son “pretensiones morales que alcanzan un reconocimiento jurídico”, porque el derecho quiere emparejarse con la vida y el modo de hacerlo, su llave, es traducir las aspiraciones humanas en normas jurídicas.
En ese cruce es, tal vez, donde literatura y derecho se intersectan: en su búsqueda de ser un reflejo vital, el derecho para darle orden a la vida, la literatura para explicar los motivos de la existencia. Por ello no es casual que la novela cuente la historia de la humanidad, a través de ejemplos singulares, y esas personas que viven sus vidas en las novelas, en un esquema paralelo, observan y experimentan (o reproducen azarosamente) la existencia de alguien más que los lee, los escribe y los vive.
La literatura y el derecho tienen un punto claro de convergencia al encontrar su razón de ser en la existencia, por ello el recelo que tradicionalmente muestra el arte respecto al derecho deviene una inercia injustificada, o un artificio que posiciona una ruptura donde en realidad se da cuerpo a una continuidad, pues casi por consigna la literatura ha rechazado al derecho por su frialdad, por su ausencia de sentimentalismo, frente a lo que podría reputarse como un exceso sentimental de la literatura, sobre todo de la poesía, y en esa reflexión se pasa por alto que el contenido poético del derecho no se logar a partir de su enunciación sino de su contenido. En este sentido, Claudio Magris afirma: “A menudo democracia, lógica y derecho son despreciados por los rectores vitalistas como valores fríos, en nombre de los valores cálidos del sentimiento. Pero esos valores fríos son necesarios para establecer las reglas y las garantías de tutela del ciudadano, sin las cuales los individuos no serían libres y no podrían vivir su cálida vida”.