febrero 22, 2025

El populismo no es la respuesta al neoliberalismo. Entrevista a Sergio Ortiz Leroux

Cuartoscuro

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Las relaciones entre la democracia y el capitalismo han sido intrincadas y complejas: en alguna etapa, en la posguerra, fue más armónica y de beneficio mutuo, pero posteriormente, cuando terminó por imponerse una versión más cruda del sistema económico, el neoliberalismo, en la que el poder económico ha predominado en la política, se ha vuelto muy conflictiva por sus graves consecuencias económicas.

 

Las etapas de esa relación están descritas y analizadas en el libro Democracia y capitalismo: entre la socialdemocracia y el neoliberalismo (Universidad Autónoma de la Ciudad de México, Gedisa, 2023), de Sergio Ortiz Leroux, en el que resume la historia de casi 80 años de vinculación entre ambos sistemas, su radical transformación que ha derivado en el populismo, y sus problemas actuales, para esbozar algunas propuestas desde la izquierda democrática.

 

“El populismo no puede ni debe ser, considero, la respuesta democrática y social que tendría que ofrecerse a la crisis de la democracia en el momento neoliberal del capitalismo duro. La crisis de la democracia se resuelve, más bien, con más y mejor democracia”, afirma el autor en el libro.

 

Ortiz Leroux es doctor en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y en la UNAM. Ha colaborado en publicaciones como Argumentos, etcétera, Metapolítica, Andamios, Estudios Políticos e Isonomía.

 

¿Por qué hoy un libro como el tuyo, esta suerte de historia de 80 años de relaciones entre el capitalismo y la democracia, que divides en dos momentos: el socialdemócrata y el neoliberal?

 

El libro nace de una preocupación: las democracias liberales, las realmente existentes, atraviesan una severa crisis de legitimidad y de representatividad que se ha traducido en la desafección política o, en otros casos, el desencanto democrático. Entre las fuentes que la explican se encuentra, precisamente, la relación entre capitalismo y democracia.

 

El régimen democrático es frágil y requiere de un conjunto de precondiciones económicas y sociales para su eficaz desempeño. Si estas, que están asociadas con lo que algunos autores han denominado “la cuestión social”, no se encuentran presentes, el régimen democrático puede entrar en crisis.

 

La ecuación democracia y capitalismo en sus diferentes momentos, el socialdemócrata y, posteriormente, el neoliberal, nos puede ayudar a tratar de encontrar respuestas a esa crisis de legitimidad y representatividad que atraviesan las democracias realmente existentes.

 

Había que recurrir a un factor estructural que había sido poco estudiado, como el capitalismo, para ver en qué medida un tipo de este favorece el florecimiento de la democracia, y cuándo otro tipo erosiona las condiciones de posibilidad de la propia democracia.

 

A la luz de esa preocupación nace este libro.

 

Sobre el momento socialdemócrata: fue producto de un gran acuerdo que dio lugar al Estado de bienestar. No fueron sólo los socialdemócratas quienes lo impulsaron, sino fue negociado con otras fuerzas políticas en un gran ejercicio de pluralidad. ¿Cómo fue esto?

 

El Estado de bienestar fue fruto de un gran compromiso histórico, de un acuerdo político y social. Después de la Segunda Guerra Mundial, las consecuencias de lo que supuso en términos de erosión de la cohesión social, de profundización de la desigualdad, de destrucción de ciudades y de expectativas de futuro, nació una fórmula política quizá excepcional en la historia contemporánea: el Estado de bienestar, que tenía una base democrática porque se da en el contexto de la democracia liberal, a la que se le agregó la dimensión social de herencia socialista o socialdemócrata. Supuso no sólo la garantía de derechos civiles y políticos, sino también el reconocimiento de los sociales, especialmente a la salud, a la educación y a la seguridad social (seguros de desempleo, de enfermedad y pensiones).

 

Ese Estado de bienestar es producto de un gran compromiso político entre una pluralidad de fuerzas desde la centroizquierda hasta la centroderecha, que reconocieron la necesidad de incorporar la dimensión social a la lógica democrática, porque esa era la condición de posibilidad para generar sociedades prósperas.

 

Pero, además de un acuerdo político, hubo un compromiso histórico entre el capital y el trabajo. Los grandes empresarios aceptaron reducir su margen de ganancia, limitar las consecuencias más extremas del capitalismo en desigualdad y pobreza, a cambio de que la lucha política se diera en clave democrática en el horizonte de las sociedades capitalistas.

 

Por su parte, los grandes sindicatos y movimientos obreros aceptaron llevar a cabo la lucha política en el marco de las sociedades liberales capitalistas, siempre y cuando el proceso de democratización se extendiera de la esfera del Estado a la de la sociedad civil (o, si se quiere, a la del mercado). Cuando Norberto Bobbio hablaba de la democratización de la democracia, decía que el problema ya no era quién votaba, sino dónde se votaba.

 

El Estado de bienestar fue un acuerdo político, pero también un compromiso histórico entre trabajadores y empresarios, entre el capital y el trabajo. Efectivamente, hubo resultados: podemos encontrar evidencia suficiente para ilustrar que la etapa del capitalismo de oro (la que en el libro he denominado “capitalismo suave”), entre 1945 y 1975, fue el periodo de la historia europea en el que disminuyeron de manera más acelerada la desigualdad y la pobreza.

 

Estoy pensando esencialmente en los países de Europa, porque el modelo del Estado de bienestar tuvo su expresión clásica allí, aunque hubo otras modalidades: las “tibias”, menos ambiciosas, como los casos de Estados Unidos, Inglaterra y Australia, y el modelo clásico, que es el socialdemócrata, propio de los países escandinavos: Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca e Islandia.

 

Ese fue el gran compromiso histórico, pero hay que verlo no sólo en clave de un acuerdo político entre los grandes partidos de centroizquierda y de centroderecha, sino también social entre el trabajo y el capital.

 

Hubo ese compromiso entre la democracia y el capitalismo, que resultó benéfico para ambas partes, pero ¿cuáles problemas hubo entre ellos que dieron origen a su decadencia?

 

Refiero dos momentos de la relación entre democracia y capitalismo: el socialdemócrata, del “capitalismo suave”, y luego el neoliberal, del “capitalismo salvaje” o “duro”. Ilustro dos formas de relación: en el primer caso, de relativo equilibrio entre democracia y capitalismo, en tanto que el Estado de bienestar no sólo cumplió funciones estrictamente de seguridad y de garantía de la vida, sino también intervino y reguló la actividad económica para garantizar la justicia social, por lo que hubo un equilibrio relativo, lo que algunos autores llaman “gobierno público y político de la economía”.

 

Cuando esa relación de relativo equilibrio se desajustó durante el periodo neoliberal comenzó el llamado “gobierno privado y económico de la política”, lo que se tradujo en una disminución del papel del Estado, que ya no cumplió funciones de regulación o de control del conflicto social, sino que fue orientado a crear y a proteger el mercado.

 

A diferencia del liberalismo clásico, que suponía que el mercado es un mecanismo natural que se reproducía de forma espontánea, el gran cambio de los neoliberales consiste en que el mercado necesita ser creado y regulado. Entonces tuvimos un Estado orientado a ello, lo que se tradujo en políticas fiscal, monetaria, económica, laboral y otras que favorecen al gobierno privado y económico de la política.

 

Entonces, lo que tenemos es una relación de conflicto. La hipótesis de trabajo del libro es que durante el momento neoliberal vivimos un desajuste entre democracia y capitalismo, o, si se quiere, entre política y economía, con desequilibrios que se tradujeron en el predominio de las libertades económicas sobre las libertades políticas, y del libre mercado sobre la función reguladora y amortiguadora del Estado.

 

Tenemos claramente una situación de conflicto, de tensión entre la democracia y el capitalismo que no ocurrió en esa modalidad durante el momento socialdemócrata.

 

Me llaman la atención algunos fenómenos referidos en el libro: ¿por qué el ascenso del neoliberalismo coincide con la ola democratizadora señalada por Samuel Huntington? Otro aspecto es que, por supuesto en tiempos diferentes, el neoliberalismo y el populismo florecieron fundamentalmente en Estados Unidos y el Reino Unido, con Thatcher y Reagan en el primer caso, y después con Trump y el brexit.

 

Hay distintas lecturas sobre la relación entre neoliberalismo y transición a la democracia. Primero, lo que hay que señalar es que el primero nació a finales de la década de los setenta; como programa económico ocurrió con los triunfos del candidato republicano, Ronald Reagan, en las elecciones presidenciales en Estados Unidos, y de la representante del Partido Conservador, Margaret Thatcher, en el Reino Unido.

 

Entonces, el punto de nacimiento en términos de políticas y de estrategia a nivel mundial del neoliberalismo lo ubicamos a finales de los años setenta. Cuando hablamos de las democratizaciones, de lo que algunos autores han llamado la “tercera ola” de ellas, tenemos que pensarlas en el horizonte de los años setenta y ochenta, cuando hubo transiciones de regímenes autoritarios tanto en los casos de Europa (España, Portugal y Grecia) como de América Latina, en donde venían de experiencias de dictaduras (Chile, Uruguay, Argentina, Paraguay). Podríamos incorporar en la ola de cambio democrático a México, donde algunos fechan el inicio de la transición en 1977, año de la primera reforma electoral, pero que podemos incorporar en una sucesión de otras más, lo que culminó en 1997 con la pérdida del Congreso por parte del entonces partido hegemónico (PRI), y en el año 2000, con la alternancia política por la vía del triunfo de Vicente Fox (PAN) en la elección presidencial.

Fueron, ciertamente, procesos paralelos, pero hay que establecer algunas distinciones: una lectura es que se trata de asuntos fortuitos; es decir, que el proceso de liberalización económica, del viraje neoliberal (que ocurre en un momento de enfrentamiento con el modelo socialdemócrata), va por otra pista que la de los procesos de transición democrática que ocurrieron en las décadas de los setenta y ochenta. Así, no estableceríamos una relación causal entre ambos fenómenos.

 

La otra posible explicación es que hubo, en términos políticos e ideológicos, una asimilación entre los procesos de liberalización política y liberalización económica, que están muy asociados con lo que ha estudiado mi colega y amigo Víctor Hugo Martínez González sobre el llamado “fin de la historia”: se cruza un relato histórico, una cosmovisión, una historicidad marcada por la simultaneidad de ambas liberalizaciones como procesos complementarios.

 

Me atrevo a explicar ambos procesos por causas distintas porque responden a fenómenos diferentes: el régimen neoliberal nació en el marco de la crisis de los Estados de bienestar y del triunfo de un nuevo proyecto político y económico que coincide en los casos de Estados Unidos y del Reino Unido, mientras que la ola democratizadora la hallamos en la lucha de la sociedad civil y la ciudadanía por la apertura política frente a regímenes dictatoriales y autoritarios en Europa y América Latina, de suerte que no encontraríamos una relación causal.

 

Es cierto que hay quienes han buscado una clave de lectura de que el complemento perfecto de una liberalización económica, es la democratización política. Sobre esas dos lecturas no tengo un punto de vista definitivo: me parece que se puede referir el azar, pero también puede haber intencionalidades comunes.

 

Acerca del peso de Estados Unidos y del Reino Unido: el proceso del neoliberalismo como un conjunto de políticas económicas se dio prácticamente al mismo tiempo con Reagan y Thatcher. A pesar de que hay matices en sus políticas económicas, cumplen los supuestos básicos de la matriz neoliberal, y por eso tienen un papel fundamental: dos potencias de su tiempo que dieron un viraje económico muy importante.

 

En el caso del populismo, lo que destaco es que podemos identificar dos momentos estelares de la puesta en escena del populismo como una lógica política que tiende a polarizar, que construye referentes opuestos: un pueblo homogéneo y bueno frente a las élites políticas, económicas y financieras rapaces. Ese discurso estuvo, simultáneamente, tanto en la campaña de Donald Trump por la Presidencia de Estados Unidos, como en la que se desarrolló en el caso de la aprobación del brexit que derivó en la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Entonces me parece que coincidió esa lógica de la política en dos momentos similares en Estados Unidos y el Reino Unido.

 

Después de 1975, ¿qué pasó con la socialdemocracia en el neoliberalismo? Hubo algunas experiencias, como la llamada “tercera vía” que impulsaron Tony Blair y su ideólogo Anthony Giddens.

 

El movimiento socialdemócrata vivió una situación crítica a finales de los años setenta y principios de los ochenta. La crisis ha recibido dos lecturas distintas y, acaso, encontradas; por una parte, desde las izquierdas revolucionarias de la época y las que participaban en los movimientos sociales se destacó que las políticas del Estado de bienestar habían dejado de lado asuntos fundamentales de la vida social, como las agendas de las mujeres, la ecologista, las reivindicaciones de los jóvenes y el pacifismo.

 

De esas demandas nacieron los nuevos movimientos sociales, que fueron expresiones de una nueva generación de jóvenes que son herederos, en buena medida, del Estado de bienestar, y que se sintieron no tomados en cuenta por sus políticas, que eran, fundamentalmente, materiales, mientras que sus reivindicaciones eran de corte posmaterial.

 

También hubo un diagnóstico de crítica al Estado de bienestar por parte de sectores de la derecha y del liberalismo económico, que decían que sus políticas habían desincentivado el trabajo y la inversión, y que habían generado una carga fiscal insostenible. Así, para finales de los años setenta se hablaba de la caída del Estado de bienestar, lo que fue el punto de partida para el giro neoliberal en términos de las políticas económicas y sociales.

 

En este contexto, se desdibujó la socialdemocracia y se habló de una tercera generación de ella, encabezada, entre otros, por Blair y su “tercera vía”, que llevó a cabo el Partido Laborista del Reino Unido, una política que no se diferenció sustantivamente del momento neoliberal.

 

Entonces, la socialdemocracia renunció a su programa histórico, basado en gasto social, en políticas de salud, de educación, de seguridad social, y se adecuó, sin mayores diferencias, al consenso neoliberal.

 

Debido a lo anterior se habla de la necesidad de plantear una nueva generación de la socialdemocracia, la cuarta generación, que parta de una crítica (o, si se quiere, de una autocrítica) a la tercera generación y que recupere lo mejor de la tradición social, propia de la primera y segunda socialdemocracias.

¿Y EL ANTINEOLIBERALISMO?

 

¿Cuáles son las principales características antidemocráticas del neoliberalismo? Expones que hay un enfrentamiento entre capitalismo duro y la democracia, en aspectos que van desde la confianza hasta el fortalecimiento de las oligarquías.

 

El neoliberalismo en sus inicios fue un programa intelectual ilustrado por dos sucesos históricos que resultan fundamentales: el Coloquio Lippmann, de agosto de 1938, y la Sociedad Mont Pélerin, de abril de 1947, pero que, como programa económico, entró en escena a partir de los triunfos electorales de Thatcher y de Reagan de finales de los años setenta.

 

El neoliberalismo es un programa que tiende a colocar las libertades económicas por encima de las políticas, y a menospreciar, a satanizar todo aquello que signifique lo público. A la par se hace una beatificación del ámbito de lo privado, de suerte que la mejor fórmula para resolver cualquier asunto de naturaleza pública (salud, educación, alimentación, seguridad social) es la que ofrecen los privados.

 

Lo anterior se traduce en un conjunto de políticas de privatización, en desregulaciones que tienden a disminuir el papel del Estado en términos de amortiguamiento del conflicto social y de garantía de la justicia social. Si sostenemos que la democracia es un régimen frágil que requiere de un conjunto de precondiciones, especialmente sociales, que garanticen su eficacia, lo que hizo el neoliberalismo fue erosionar esa base social sobre la cual descansaba la socialdemocracia, el gran compromiso histórico que fue la condición de posibilidad para una relación de armonía entre democracia y capitalismo. En el momento en que la cuestión social quedó erosionada o liquidada, las precondiciones sociales y económicas del gobierno democrático se debilitaron y, entonces, la democracia entró en una crisis.

 

Lo que propongo en el libro es una reforma de la relación entre política y economía basada en el equilibrio, y no en el desequilibrio, como ha sucedido y ocurre todavía en el marco del capitalismo neoliberal.

 

Una reacción política a ello es el resurgimiento del populismo, del que dices que no es una ideología ni una forma de gobierno, sino una forma o una técnica política, y destacas al líder carismático. ¿Qué subversión de la democracia significa el populismo? Este incluso se reclama “democrático”, y no sólo eso, sino que sus líderes afirman que van a profundizar la democracia.

 

Entre las condiciones que posibilitaron la emergencia de liderazgos y movimientos de naturaleza populista se encuentra la erosión social provocada por el programa neoliberal, que fue el mejor caldo de cultivo de la lógica populista.

 

El populismo es consecuencia de la crisis de la democracia en el horizonte del capitalismo neoliberal; no es fruto simple y sencillamente de la voluntad mágica de un líder carismático que encanta o seduce de forma inexplicable a una población, sino que existen razones plausibles que explican por qué la gente se ha sentido identificada con liderazgos o lógicas de la política populista.

 

Eso no significa que reconozca que esa forma de reacción al neoliberalismo sea necesariamente democrática, porque la relación entre populismo y democracia es conflictiva. Mientras algunos sostienen, de manera equivocada, que la lógica populista radicaliza la democracia porque es una nueva forma de esta en tanto le otorga poderes al pueblo, sostengo, en cambio, que el populismo es una forma política negativa y potencialmente antidemocrática.

 

El populismo radica esencialmente en un conjunto de emociones negativas, como la furia, la frustración, el enojo, la ira y el miedo que cruzan a nuestras sociedades, las que pueden ser perfectamente comprensibles en el marco del viraje neoliberal. Pero desde ese lugar de las emociones no es posible construir proyectos alternativos al neoliberalismo en clave democrática.

 

El populismo no es una forma de gobierno ni un régimen político ni una ideología dura, sino es una lógica política en la que se atiende más a las formas y menos al contenido. Es esencialmente antipluralista, en tanto que no reconoce que la sociedad es, por definición, un espectro amplio de posibilidades políticas, sociales, morales y emocionales, sino que reduce la diversidad y complejidad de la sociedad a dos polos antagónicos e irreductibles: el pueblo bueno y las élites malas. Esa simplificación no sólo es equivocada, sino además es tramposa en tanto no responde a la complejidad de la sociedad.

 

También es una respuesta potencialmente no democrática porque se lleva, de paso, toda la herencia liberal de la democracia contemporánea. Esta es un arreglo político que define no sólo cómo se accede al poder, sino también cómo se gobierna. El liberalismo político, democrático e incluso igualitario pone el acento en la necesidad de un conjunto de instituciones, dispositivos y mecanismos para el control y regulación del poder en tanto que todo poder (no sólo el dominio económico, sino también el imperio del Estado) que no está sometido a controles legales puede ser arbitrario. Por esto se establecen dispositivos constitucionales para regularlo, controlarlo y limitarlo, entre los cuales se encuentran la división de poderes, el imperio de la ley y la presencia de organismos constitucionales autónomos como mecanismos de protección de derechos y de garantías para los ciudadanos ante eventuales abusos. Esta parte de la herencia liberal en las democracias de nuestro tiempo le resulta chocante a la lógica populista.

 

Entonces, el populismo no es una alternativa democrática, sino una forma política que también puede contribuir a destruir la lógica democrática.

 

Sobre la vocación antipluralista del populismo, haces una importante distinción entre el demos griego y el populus romano. Me parece una diferenciación clave en la actualidad.

 

El demos griego, según Aristóteles, es el cuerpo político en el que gobiernan esencialmente los pobres; es una representación restrictiva de lo que es la comunidad política. Así, el pueblo está constituido no por la totalidad de los ciudadanos, sino por los pobres, por los menos favorecidos.

 

El populus romano es otra representación porque es una visión amplia de ciudadanía que incluye no sólo a los pobres sino también a los ricos, y a quienes se encuentran en medio de ellos, y reconoce, por tanto, que el pueblo es la totalidad de los ciudadanos.

 

Cuando la lógica populista se pone en escena, no siempre queda claro de qué pueblo se está hablando: a veces se hace alusión al demos, a los sectores subalternos, a los pobres (antes hablábamos de la clase obrera), y en otras ocasiones se refiere al populus romano. A veces los populistas dicen: “En las elecciones el pueblo votará por nosotros”. Bueno, el pueblo es estrictamente la totalidad de los ciudadanos.

 

Yo no suelo utilizar en el debate político la palabra “pueblo”, porque me parece una categoría confusa que no ayuda a ilustrar o contrastar, sino, en buena medida, a polarizar. Pero cuando hago alusión a “pueblo” suelo identificarlo con el populus, y prefiero utilizar categorías como “sociedad”, “población” o “sociedad civil”, que tienden a ser más inclusivas y más compatibles con la lógica democrática.

 

Por supuesto, para los fines de los liderazgos populistas hacer alusión al “pueblo” como el demos es una estrategia políticamente muy efectiva, porque apelan discursivamente al pueblo pobre para ganarse su simpatía, ser muy populares y ganar elecciones, lo que no necesariamente se traduce en un conjunto de políticas públicas dirigidas a favorecer a los sectores populares a costa de los sectores más privilegiados.

¿El populismo, especialmente el de izquierda, ha resuelto algún problema social de los que ha profundizado el neoliberalismo?, ¿lo ha revertido en lo económico?, ¿le ha dado mayor poder al pueblo frente a las oligarquías?

 

El populismo no es una ideología coherente, por lo que podemos encontrar variantes de izquierda o derecha. Pero no ha logrado diferenciarse sustantivamente del ajuste económico y político estructural que llevó a cabo el neoliberalismo. No encuentro que los populismos de derecha ni tampoco los de izquierda (cuando hablo de estos me refiero, por ejemplo, al caso de México) que han llegado al gobierno hayan impulsado un conjunto de políticas, de programas que sean claramente antineoliberales.

 

Así, el empoderamiento de los sectores populares es, esencialmente, lingüístico: se ubica en el nivel del lenguaje político, del discurso público, de los referentes conceptuales del debate. Pero, más allá de ese uso retórico de la palabra “pueblo”, los populismos de izquierda (como el de México) no se distinguen por llevar a cabo políticas públicas y sociales que abiertamente podamos llamar “antineoliberales”.

 

La política económica de López Obrador, por ejemplo, sigue, esencialmente, las coordenadas básicas del programa neoliberal; su política social, basada en transferencias económicas directas y clientelares a adultos mayores, a mujeres, a jóvenes, no logra tomar distancia de los supuestos neoliberales.

 

La socialdemocracia basó su política social, primero, en un aumento importante del gasto público y del gasto social, que hizo, sustantivamente, a través de una política fiscal progresiva y redistributiva. Ese aumento del gasto social no se tradujo, esencialmente, en transferencias económicas directas hacia las personas, sino en el fortalecimiento de los sistemas de salud, de educación y de protección social. En México estamos muy lejos de haber hecho esto.

 

La respuesta a las consecuencias sociales desastrosas del neoliberalismo no se encuentra en el campo de los populismos de izquierda o de derecha; pasa, en cambio, por la reconstrucción de un programa de izquierda que ponga en el centro la llamada cuestión social y que tome distancia de la lógica antidemocrática antiliberal, antipluralista, antiilustrada de los gobiernos, los liderazgos y movimientos de naturaleza populista, como el de López Obrador en México.

 

Por lo anterior, necesitamos transitar hacia nuevo ciclo histórico en el que podamos establecer las bases de nuevas políticas económicas y sociales.

 

PANORAMA DESOLADOR

 

¿Qué ha pasado con la izquierda democrática? ¿Dónde está? Señalas que es “una isla perdida en el continente de las izquierdas”. Expresas tu esperanza en casos como los de Alemania y Chile, pero no mucho más.

 

La caída del muro de Berlín en 1989 supuso la crisis no sólo de la izquierda de herencia estalinista, que era hegemónica en la Unión Soviética y en su esfera de influencia, sino también puso en tela de juicio y en una situación de debilidad al conjunto de las izquierdas de Europa y de América Latina. La socialdemocracia ya había vivido su momento de crisis a finales de los setenta con la crisis del Estado de bienestar y el arribo del giro neoliberal.

 

Esto nos presenta un panorama desolador para el conjunto de las izquierdas, que, en un momento de cambio (político, social, cultural), se encontraban en una situación de dispersión y de franca debilidad.

 

En Europa y en América Latina hay distintas izquierdas (corrientes, partidos, movimientos, liderazgos) que, de una u otra manera, han abrazado la lógica política populista, y desde ese lugar han buscado reconstituir su horizonte en la lucha política. Pero creo que no es ese el lugar desde el cual se puede y debe ofrecer una respuesta de fondo a los problemas del neoliberalismo.

 

En el libro planteo la necesidad de reconstituir un programa de izquierda que sea antineoliberal y que, al mismo tiempo, abrace las mejores herencias tanto de la tradición socialista, que es el tema de la justicia social, como de la tradición liberal, que son, esencialmente, las libertades políticas y civiles, así como los contrapesos necesarios ante cualquier forma de poder, dado que las formas de dominación no sólo son consecuencia de la lógica implacable del capitalismo, sino que también pueden serlo de la de un Estado arbitrario, es decir, autoritario o totalitario.

Reconozco, al mismo tiempo, que esa izquierda democrática y liberal (pero también antineoliberal) se encuentra en una situación de franca debilidad en Europa, en América Latina y en México. Su programa y sus demandas tienen eco en ciertos sectores de la vida intelectual, del mundo de la cultura, de la academia y de las universidades, pero su peso entre los trabajadores y las nuevas clases precarias sigue siendo muy débil.

 

Lo que propongo en el libro es una apuesta de reconstituir un polo de izquierda democrática en un contexto como el que vivimos en la actualidad, bajo la premisa de que el populismo no es una respuesta de fondo al neoliberalismo.

 

Al final del libro señalas un par de fenómenos por demás inquietantes: primero, el capitalismo de la vigilancia, y, segundo, que el precariado se puede convertir en personas prácticamente irrelevantes. En ese contexto, ¿qué futuro hay para la democracia?

 

Se enfrenta a un nuevo desafío: ahora el capital busca el dominio de la información y, con ello, el manejo de los comportamientos de los seres humanos. Esto lo vemos todos los días en el dominio que tienen los grandes algoritmos en el uso de las redes sociales por parte de hombres y mujeres, mayores y jóvenes en todo el mundo, que definen preferencias y comportamientos de seres humanos, que pueden llevar a nuevas formas de producción y a la generación, incluso, de trabajadores manuales no capacitados como personas sustituibles, no útiles.

 

En ese horizonte, lo que habría que señalar es la necesidad de democratizar las grandes empresas, a los corporativos que manejan esos datos. En el mundo requerimos políticas de regulación para compañías como Google, para los grandes capitales que dominan los algoritmos, y definir qué pueden y qué no pueden hacer, porque lo que está de por medio es la necesidad de democratizar el espacio de la información, de las redes sociales, en el cual los jóvenes pasan, desgraciadamente, una parte considerable de su tiempo.

 

El nuevo reto, me parece, es democratizar el acceso a los datos, y eso pasa por regularlos. Necesitamos extender el mundo de la democracia, de la distribución del poder, al terreno de las grandes compañías trasnacionales que hoy manejan la información de millones y millones de personas.

 

Para terminar: hemos hablado de un futuro democrático, pero en el mundo actual, en el que pervive el neoliberalismo, en el que se experimenta el asalto del populismo, ¿qué otras derivas políticas puede haber que no sean democráticas?

 

Hay un contexto político, social y cultural que es desfavorable, porque, junto con el populismo, somos testigos de la emergencia de nacionalismos extremos. Una de las posibles respuestas negativas al proceso de globalización neoliberal es la búsqueda de cerrar irreductiblemente las fronteras, y con ello el crecimiento de ideologías cerradas que colocan a la Nación como el centro último de la garantía del orden y la reproducción social. Entonces, el nacionalismo extremo, chovinista, puede ser una de las respuestas no democráticas al mundo en que actualmente vivimos.

Otra deriva puede ser la emergencia de la era de la posverdad. El populismo tiene en ella uno de los recursos más eficaces para lograr ser efectivo en distintos lugares del mundo. Con el internet y las redes sociales cada vez es más posible que los hechos, que pueden ser constatables y registrables, sean sustituidos por meras representaciones de la realidad.

 

En un mundo en el que fluye la información de manera muy rápida y acelerada por todas partes, pueden florecer, sin ningún límite, noticias abiertamente falsas. Entonces, me parece que uno de los retos consiste en generar recursos, dispositivos y pedagogías públicas para distinguir la verdad, contrastable y verificable, de la representación falsa de la realidad. La pandemia del coronavirus sí existió y fue muy traumática para cientos de millones de personas de todo el planeta, a pesar de los merolicos que pululan en las redes sociales y que negaban su existencia.

 

Este asunto es muy peligroso en el orden de la política. Este año habrá elecciones en numerosos países, y las campañas pueden estar marcadas por noticias falsas e interesadas. Me parece que este es un asunto de la mayor gravedad: la democracia del siglo XXI se encuentra amenazada por la emergencia de la era de la posverdad.

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