Desde mis años verdes pasé horas leyendo crónicas de guerra, la tragedia bélica me parecía, lo menos, poética y excitante. Con el tiempo, vena periodística de por medio, descubrí a Jon Lee Anderson o Kapuscinski y así acabé de forjar el gusto.
Como casi todos los futuros reporteros, soñaba con cubrir una guerra, encontrarme dentro de una trinchera, exaltado por contar historias, en un país de lengua desconocida y pretensiones civiles que bien pudieran resultar absurdas.
Aquellas imágenes que construían en mi mente los citados maestros sobre el resoplido de las metrallas, la sangre seca sobre uniformes que soldados mancebos portaban con orgullo o el afán de los dictadores por modificar la historia, me empeñaban en emprender la aventura.
Sobre decir que la vida, implacable, me llevó por otras sendas más cómodas, idealistas, sí, pero con el tufo del glamour rancio que tiene el periodismo urbano… todo al menos hasta aquel día en que la realidad nos golpeó con el pesado dorso de una mano oscura.
La llamada de una fuente en la policía municipal encendió las alarmas entre los reporteros de mi norteña tierra natal: apareció el primer ejecutado por el crimen organizado.
Aún no sé decir si lo que más me impresionó de la jornada en aquel lejano 2006 fue el ver a lo lejos el cuerpo tapado por una sábana blanca, o la cara hinchada y desfigurada de un funcionario público al que llegué a entrevistar al menos diez veces. Mi primer muerto por violencia, mi primer contacto con la realidad de un país que continúa desangrándose.
Porque impresionante también resultó la ligereza con que en la redacción, mis jefes y los jefes de mis compañeros de batalla tomaron el caso; con la excitación del ratón de oficina, que desconoce los avatares del reportero, pedían más sangre, más muertos, más elementos para impresionar a unos lectores ávidos, según ellos, de muerte.
Y así nos fuimos, ignorantes y exigidos, a cubrir la guerra intestina del narco en México; ¿tengo que decir que no recibimos capacitación, ni equipo especial, ni parámetros de acción en casos de peligro? Nos jugamos la vida sin captarlo, mientras otros lo captaban y no reparaban en ello, tal vez porque éramos desechables. La juventud suele traicionar el sentido común.
Hoy, lejos de ese mundo que no sólo me dejó cicatrices físicas, sino amigos asesinados, compañeros desaparecidos y profundos traumas en muchos, no puedo más que sonreír socarronamente por el desplegado que medios nacionales e internacionales publicaron exigiendo justicia ante los asesinatos de compañeros del gremio.
Sí, socarronamente, porque me pregunto, ¿cuántos de ellos no se han aprovechado de la necesidad económica o del idealismo de periodistas para engrosar su lista de lectores y sus ventas a través de la sangre o el morbo que genera el crimen organizado?
¿A cuántos periodistas olvidaron y dejaron a su suerte en los últimos doce años?
Les reconozco esa unión, la intención, pero les invito a que construyan lineamientos éticos, deontológicos, procesos de cobertura e inviertan en profesionalizar el oficio periodístico, porque pocos pudimos salir de aquellas tierras violentas, la mayoría permaneció.
Y permanecerán. Lo harán en las calles, entre las balaceras, llevándoles portadas sangrientas, cercanas al dolor y al morbo, de esas que ustedes, aseguran, los lectores aman.
No, ellos no estarán en Palacio Nacional con el presidente, ni en mesas redondas donde se discuta entre botellas de Oporto el futuro del periodismo, no, seguirán arriesgándose por sus ideales, por necesidad y porque la noticia no muera.