Somos el condensado de las historias que nos contaron y que nos contamos, cuentos de bondad y crueldad, valor y traición, de injusticias reales o imaginadas; relatos de frustraciones, explicaciones, justificaciones… Todo eso que creemos que pasó es lo que da algún sentido a lo que hacemos y a lo que nos pasa. Al jalar memorias, éstas se vuelven a crear, se recrean a partir de imágenes brumosas y todo tipo de licencias. Tan es así, que recordar significa “pasar por el corazón”; hacia el futuro, también se reflejan las ilusiones en una mecánica mental que encapsula bien la frase wishful thinking. Un testamento, una última voluntad, es una manera de estar cuando ya no estemos, y por ahí se proyectan las preferencias, las responsabilidades, y desde luego los miedos y las excentricidades de cada cual. Hay gente con tanto temor a la muerte que fallece intestada para evitar que el documento funcione como invocación mortuoria. En otro tipo de locura, la de ciertos enamorados de sí mismos, algunos políticos, desde luego, la posteridad es un lugar donde se puede seguir dando lata, con instrucciones al mundo de cómo conducirse cuando ellos ya no estén.
Entre los testamentos políticos, algunos mantienen, por los siglos de los siglos, un fuerte valor presente. Tres fueron definitorios para Augusto, el gran constructor de la Roma imperial, y por lo tanto para Occidente. Primero vino el testamento de Julio Cesar nombrándolo heredero. Luego vino el de Marco Antonio, en el que el notable aventurero ordenaba ser enterrado en Alejandría y no en Roma, lo cual sentó fatal a los romanos, y ayudó a que Augusto (en ese entonces Octavio) efectivamente lo enterrara, política y físicamente. El tercero fue el testamento de Virgilio, donde pedía que a su muerte se quemara La Eneida. Octavio, ya convertido en Augusto, impidió que le hicieran caso, y la gran obra se salvó.
Con herencias así, históricamente mayúsculas, se pone en perspectiva un testamento del que, a pesar de sus pretensiones de eternidad, ya nadie se acuerda, y eso que López Obrador lo anunció hace apenas unos meses. Levitando en sus inflamadas desproporciones, dijo que lo tiene listo para que, en caso de que muera en el cargo, “se garantice la continuidad en el proceso de transformación y que no haya ingobernabilidad”. El productor de emergencias y desheredados, venganzas y violencias, proclama que hay una gobernabilidad que preservar, misma que además se perpetuaría, cartita mediante, a partir de un partido que no es tal, y que tampoco llegó a movimiento, simple embrión deforme y cacofónico de conveniencias reptantes. Aunque tampoco es que importe, las instrucciones póstumas podrían servir, si llegaran a ser inteligibles, como epitafio sardónico para un país suicida.
A propósito de testamentos y epitafios, en la tumba de Shakespeare se nos advierte: “Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí enterrado. Bendito el hombre que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos”. Pero llegó alguien con poco respeto por las maldiciones y se robó el cráneo. Marco Antonio, Virgilio o Shakespeare, grandes entre grandes, podían decir misa, pero el destino también tenía sus propios designios. Por eso, cuando una mediocridad de ineptitud ya legendaria, y grandilocuencia soporífera, fantasea con la historia, el bochorno es grande. La posteridad, se sabe, no es un lugar para menudencias.