Los fiascos presidenciales de los quesos, los fideicomisos y los impuestos evidencian una sola cosa: México necesita, más que nunca, órganos autónomos que ejerzan la regulación del comercio, recaudación y apoyo a la educación, ciencia, cultura y deporte.
Existe un trascendido que, de comprobarse, en cualquier democracia implicaría la destitución inmediata de los secretarios de Hacienda y Economía, así como del procurador del consumidor y la jefa del sistema tributario: si bien los quesos “cancelados” no cumplían las normas oficiales, esa sanción no tendría una motivación pura de velar por el interés de los consumidores, sino una ambición ilícita del SAT, la de que las empresas se desistieran de los juicios en que reclamaban cobros ilegales del organismo recaudatorio.
En pocas palabras, Profeco habría presionado a las empresas con las sanciones a los quesos, con el objetivo de que pagaran al SAT los impuestos que habían reclamado por indebidos.
Llevada a otros ámbitos, esa conducta sería calificada como una extorsión.
De ser cierta, la situación es muy grave. Los gobiernos suelen abusar de su poder, pero actuar como vulgares maleantes implicaría que la 4T alcanzó una nueva cota de infamia. Y esta degradación obliga a preguntar, nuevamente, ¿la concentración de poder presidencial no es el rasgo más peligroso del gobierno actual?
Fiel discípulo de Echeverría, el presidente López Obrador ha hecho suya la máxima del mandatario ínfimo: a partir de la 4T, la política económica se maneja desde Palacio Nacional. Pero el alumno tropical no se conformó con imitar al diablo instructor de San Jerónimo, el gobierno lopista ahondó las medidas y efectos del ignominioso principio echeverrista: ahora, cualquier atribución del Ejecutivo se utilizaría para subyugar y humillar a los ciudadanos insumisos.
A medida que transcurre el sexenio cuatritrastornado, el repertorio de herramientas despóticas ha ido en aumento: además de las tradicionales auditorías a modo, el obradorismo incorporó otras utilerías represivas, entre las que resaltan la congelación de cuentas bancarias de adversarios, la clausura de negocios de críticos de la familia presidencial, la presión para que se cancelen programas de detractores del gobierno, la difusión de un índex de contratistas en administraciones previas, la captura de los jueces en asuntos donde el Ejecutivo es parte o persona de interés y, a últimas fechas, el retiro de la circulación productos comerciales.
La cancelación de fideicomisos no sólo es una acción de un gobierno voraz y muerto de hambre, ávido de usurpar recursos que no le corresponden, sino un mecanismo más de concentración del poder del Ejecutivo.
Precisamente, los fideicomisos fueron instituidos para garantizar que el financiamiento y realización de ciertas actividades de interés público no estuvieran sujetas al capricho presidencial. López Obrador odia las autonomías, sean de un órgano público, descentralizado, comisión o fideicomiso, porque representan obstáculos a su decisión unilateral y dictatorial: hasta la ley le estorba, pero tiene un Congreso sirviente que la modifica a su gusto. Por ello no fue gratuito que Irma Eréndira Sandoval declarara que el presidente es el Estado, como si fuera la versión presente de Luis XIV, el rey absolutista francés.
La última afrenta presidencial se concretó con las reformas tributarias que aumentarán el precio de los servicios de Internet y telefonía celular, incrementarán la invasión a la privacidad de los contribuyentes y acrecenterán las cargas a los contribuyentes cautivos, entre otras acciones infamantes propuestas por Hacienda y aprobadas bovinamente por los legisladores de Morena.
Ante estos hechos y razones, debe considerarse que la concentración creciente del poder presidencial es muy peligrosa para la democracia y los derechos fundamentales. En consecuencia, a los liberales del país les corresponde impulsar que algunas funciones públicas se realicen a través de nuevos órganos autónomos: al igual que se sacó la fiscalía del Ejecutivo, ¿deberían quitarse a la presidencia las funciones tributarias, de regulación del comercio y el manejo del tesoro?
No sería una solución inmoderada, los fiascos presidenciales de los quesos, los fideicomisos y los impuestos evidencian una sola cosa: el país necesita, más que nunca, órganos autónomos que ejerzan la regulación del comercio, recaudación y apoyo a la educación, ciencia, cultura y deporte. En un mundo donde México tuviera un instituto autónomo de recaudación, existiera otro órgano independiente para la supervisión de la economía y el comercio, así como uno que poseyera y controlara los recursos públicos, se evitaría la política abarrotera de López Obrador, esa que pretende usar voluntaristamente los dineros de los contribuyentes, en franco fraude a la Constitución, norma que jamás ha cedido a la presidencia las facultades presupuestarias que le corresponden irrenunciablemente a la Cámara de Diputados.
Ahora que está de moda hacer propuestas a la oposición, urge que se le amarren las manos al presidente cobrón, mediante la instauración de órganos constitucionales autónomos que se encarguen de las funciones que, hasta la fecha, el obradorismo ha perpetrado de forma abusiva y gansteril. Eso importa más que las reclamaciones ultramontanas y moralinas que algunos opositores rebuznan diariamente.
Parafraseando a Pablo Casado, la única forma de combatir al populismo antiliberal es con liberalismo reformista, uno que efectivamente controle a un poder presidencial que le tiene alergia al Estado de Derecho y al respeto de las derechos y libertades de los particulares: si las instituciones ordinarias de la República son inútiles para limitar al Ejecutivo, corresponde establecer figuras adicionales, que eviten el abuso desde el poder. México necesita más autonomías y menos estulticia criminal de la Administración.