Se cumplió hace unos días el décimo aniversario de la autoinmolación de Mohamed Bouazizi, la cual ocurrió tras la confiscación por parte de la policía tunecina del puesto de frutas y verduras con el que este joven se ganaba la vida. El sacrificio de este héroe anónimo fue inusitado catalizador de las protestas multitudinarias pro democracia que se extendieron por todo el Norte de África y Medio Oriente en 2011 y que se conocen como “la Primavera Árabe”. Las insurrecciones populares provocaron la caída de varios regímenes dictatoriales, pero también desencadenaron guerras civiles y, al final, una oleada neoautoritaria ha frenado cualquier posibilidad de democratización en el mundo musulmán. Eso sí, varios de los hombres fuertes de la región que parecían inamovibles perdieron el poder en rápida sucesión. El primer tirano en caer fue el tunecino Ben Ali y más tarde tocó turno al egipcio Hosni Mubarak, al libio Muammar Khadafi y al yemení Ali Abdula Salé. Entonces el resto de los dictadorzuelos regionales se puso en alerta y recurrieron a una mayor violencia para reprimir las manifestaciones. Bahrein reprimió rápidamente las protestas con el auxilio de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. El caso de Siria, sin duda, es el más complejo debido a que la violencia del régimen de Bashar al Asad dio lugar a un cruento conflicto internacionalizado donde han muerto cientos de miles de personas y millones se han visto obligadas a emigrar.
La Primavera Árabe tuvo ecos en Marruecos, Argelia, Mauritania, Kuwait, Omán, Irán y Arabia Saudí, naciones donde los gobiernos autoritarios supieron sobrevivir a la situación con algunas reformas legales cosméticas y vanas promesas de mejorar la calidad de vida de los gobernados y luchar contra la corrupción. Pero con el tiempo volvió el status quo autoritario, incluso en países donde viejos dictadores habían mordido el polvo. Egipto protagonizó un golpe de Estado en 2013 que puso fin al breve mandato del islamista Mohamed Mursi y aupó al gobierno al Abdel Fatah al Sisi, cuyo régimen es aun más represor que el de Mubarak. La muerte de Khadafi generó una lucha de poder en Libia que desencadenó en el 2015 una nueva y sangrienta guerra civil. En Yemen ha estallado una crisis humanitaria debido a la lucha entre los huttis (aliados de Irán) y el gobierno (apuntalado por Arabia Saudita). De hecho, solo Túnez conserva un sistema más o menos democrático, pero el cual enfrenta una acuciante situación económica y no ha podido responderle a una desencantada (y desempleada) población joven.
La trágica trayectoria de la Primavera Árabe nos hace cuestionar la viabilidad de la democracia. Con las protestas de hace diez años inició el ocaso regímenes dictatoriales nacidos con la descolonización, los cuales tuvieron como principal objetivo consolidar el nacionalismo, separar la religión del Estado y tratar de modernizar a sus naciones utilizando una suerte de “socialismo árabe”. Pero solo lograron entronizar desbocado autoritarismo, corrupción galopante, quiebra económica y, en ocasiones, demenciales cultos a la personalidad. Por múltiples y profundas razones históricas y culturales los países árabes han sido particularmente proclives a fomentar la glorificación de sus líderes. También son bien conocidas las dificultades que el laicismo ha enfrentado en estas sociedades. Se experimenta en los países musulmanes una formidable tensión histórica entre religión y política. Por ello los dirigentes poscoloniales optaron por relevar al canon religioso con un discurso nacionalista, en ocasiones ferozmente antiimperialista, y con un arraigado culto a la personalidad. Las rebeliones surgidas en 2011 despertaron la esperanza de que algún tipo de democracia reconciliada con el Islam surgiera en las naciones aunque desde el principio muchos pesimistas advirtieron que la destitución de los dictadores laicos solo daría lugar a la asunción al poder de fundamentalistas musulmanes. El golpe de Estado en Egipto, la sempiterna inestabilidad iraquí, la guerras civiles en Siria, Irak y Yemen e incluso el régimen cada vez más personalista de Erdogan en Turquía hacen pensar que los pesimistas tenían razón y la democracia es un tipo de gobierno completamente incompatible con el islam.
Pero la realidad, como siempre, es más compleja. Nadie dijo que la democratización de los países árabes fuera una tarea fácil. El mundo islámico no logra absorber la naturaleza de la democracia como está concebida en los países del mundo occidental puesto que las naciones árabes tienen como fuente principal de sus instituciones políticas al Corán, que además de ser la guía de la religión islámica, dicta orientaciones sobre la organización y funcionamiento de las instituciones de los poderes públicos, y valores morales. Quienes quieran iniciar un proceso de apertura en las naciones de mayoría musulmana deben aprender a congeniar con esta realidad y abocarse, antes que nada, a alcanzar paz interna, estabilidad política y un grado aceptable de desarrollo económico, tareas de suyo difícil que llevará años completar. Si algún día se llegan a dar, las transiciones árabes a la democracia serán muy sui generis, distintas unas de otras, y el resultado no será necesariamente un sistema político idéntico al de las democracias liberales occidentales, pero quizá sí capaz de, por lo menos, garantizar un mínimo de libertades públicas y evitar la entronización tanto de fanáticos religiosos como de sátrapas megalómanos.