Acorde con su fraudulenta designación —no obtuvo la mayoría calificada en el Senado ni cumplía con los requisitos que exige la Constitución—, el logro de Rosario Piedra como titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) es notable: la ha convertido en una institución chatarra, indigna de su denominación y de la herencia del inolvidable doctor Jorge Carpizo.
Escribo estas líneas con tristeza. Tuve el honor de colaborar en la CNDH con el doctor Carpizo, como director, el primero, del Programa Penitenciario, y posteriormente visitador general a cargo de ese programa. No fue mi única responsabilidad en el sistema nacional de ombudsman: después fui elegido presidente fundador de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, cargo que desempeñé durante ocho años.
Los organismos públicos de derechos humanos han dado muy importantes batallas, muchas de ellas exitosas, contra el abuso de poder en el país. Condiciones necesarias para esas luchas son la calidad profesional, la autonomía, la objetividad, la vocación, el valor y el amor por la verdad. Sin esos atributos, el defensor público de los derechos humanos no está capacitado para realizar su tarea.
Carpizo lo dijo contundentemente: un ombudsman es autónomo o no es ombudsman. El titular de un organismo público de derechos humanos que no ejerza la autonomía en todas sus actuaciones, que soslaye los atropellos por acción u omisión de la autoridad, o que encadene su actuación a prejuicios ideológicos o a banderías sectarias, traiciona la causa de los derechos humanos, cuya única bandera debe ser el combate al abuso de poder, independientemente del color político de quien lo perpetre.
Bajo la presidencia de la señora Piedra, la CNDH ha guardado ominoso silencio ante el desabasto de medicamentos, provocado por el propio gobierno federal al desbaratar el eficiente sistema de distribución con el que contaba el país; ante la cancelación del Seguro Popular, que tantas vidas salvó al ocuparse de la atención de enfermedades incosteables para los bolsillos del paciente y sus familiares; ante la eliminación de las estancias infantiles y de los fideicomisos que sustentaban programas de enorme relevancia para el país; ante la perversa utilización de la acción penal, cuyos casos más escandalosos son las persecuciones contra científicos, contra Ricardo Anaya, contra Rosario Robles y contra la sobrina política del fiscal general de la República.
La CNDH ha guardado silencio, asimismo, ante las calumnias del Presidente contra académicos y periodistas; ante los embates contra la Universidad Nacional Autónoma de México; ante el grosero atropello contra el CIDE; ante las agresiones contra los organismos autónomos y los reguladores; ante el acuerdo que sustrae a la obra pública de infraestructura del escrutinio y la defensa de los ciudadanos, y ante otros muchos desmanes.
Pero eso no es todo. Ahora está interrogando inquisitorialmente a los visitadores adjuntos que trabajaron en la espléndida recomendación sobre el caso de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa y, contra la razón y el derecho, ha desconocido esa recomendación y reabierto el caso para ajustarlo a una versión contraria a la verdad, pero que, a juicio de la señora Piedra, pueda resultar del agrado del Presidente; ha reabierto también el caso Colosio, ignorando la sólida investigación llevada a cabo por Olga Islas y Luis Raúl González Pérez; ha designado como jefe de peritos a una mujer con un antecedente de deshonestidad profesional documentado por la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México, y está coaccionando al personal para que delate a familiares a fin de proceder a despedirlos por el sólo hecho del parentesco.
¡Qué desazón, qué pena, qué tristeza lo que la señora Piedra ha hecho de la CNDH!
Este artículo fue publicado en Excélsior el 09 de diciembre de 2021. Agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano para publicarlo en nuestra página.