No creo experimentar odio por muchas personas pero sí por alguna, que cabría en ese supuesto. Le deseo mal, lo confieso. Pero no toda suerte de males. La persona traicionó mi amistad, por lo que me retribuiría que fuera objeto de traiciones personales. La persona afectó mi vida profesional, por lo que le deseo afectación profesional. Punto. No deseo el mal a su familia, por varios de cuyos integrantes incluso experimento afecto. No le deseo enfermedad porque ello no tendría correspondencia con la afectación que me causó. Y, desde luego, no le deseo la muerte, lo cual escaparía a cualquier proporción moral.
Puedo entender que una persona desee la muerte de otra cuando ésta es causante deliberada del deceso de un ser querido. Pero no lo suscribo. Porque las razones y los actos humanos son complejos. Porque nuestra lectura de la realidad es siempre parcial. Porque existe un sistema de impartición de justicia que prevé castigos para los homicidas y porque éste forma parte de un contrato social que garantiza la viabilidad de nuestra convivencia. Escéptico ante la existencia de Dios, no creo en la justicia divina; no tengo más remedio, entonces, que creer en la legal, con todas sus falencias –que en nuestro país son muchas– pero también con esa conquista del Derecho sobre lo más oscuro del espíritu humano que es el debido proceso.
Desde luego, no odio a Andrés Manuel López Obrador. Cierto estoy de que es un pésimo presidente, y bastante seguro de que su moral resulta de una labilidad alarmante a la hora de tratar de conservar el poder. A partir de esas dos constataciones, juzgo que ha cometido errores mayúsculos en la gestión de la pandemia, y que éstos han redundado y siguen redundando en muertes evitables. Me parece terrible. Tanto como para hacer todo lo que las prácticas democráticas y mis capacidades me permitan para, primero, procurarle contrapesos en los otros Poderes y en los órganos autónomos y, después, intentar que tanto él como su partido abandonen los espacios de toma de decisiones. Pero no tanto como para odiarlo. Y menos para desearle la muerte ahora que se ha contagiado de Covid19.
Así, no entiendo que haya quien se la desee a quien a fin de cuentas no es sino un político ineficiente e inmoral. Hay daño, y grave, pero no personal y ni siquiera intencionado. (No se propone hacer sufrir a la sociedad que gobierna; el sufrimiento que inflige es consecuencia no buscada de su visión y su práctica políticas.) No hay razón moral para desearle la muerte; en cambio hay muchas, y sólidas, para exigirle rendir cuentas, para cuestionar sus políticas, para votar en contra de su partido en 2021, en 2024.
Más allá, hay otras razones de índole práctica y política que tienen igual peso. Supongamos que el presidente López Obrador muere: ¿qué sucede? La secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero –ahora placeada en las Mañaneras en un ejercicio desesperado de construcción de legitimidad–, asumiría la Presidencia de manera provisional por hasta 60 días. Después –y al haberse cumplido ya el segundo año de su gobierno–, las dos terceras partes del Congreso designarían a su sucesor, quien tendría que terminar el mandato.
Morena y sus aliados controlan a 334 de los 500 diputados, y a 78 de los 128 senadores, para un total de 412 de 628 legisladores, es decir el 65.6 por ciento de los votos; para alcanzar el 66 por ciento necesitarían, por tanto, sólo tres. ¿Cómo sería ese proceso? ¿Quién podría resultar electo? ¿Sería mejor que López Obrador? Más allá, ¿cómo se verían afectadas la gobernabilidad y la economía de nuestro país en ese escenario?
Pronta recuperación al presidente, pues. Nos la deseo de corazón.
Instagram: nicolasalvaradolector