Los refrescos en la historia. Entre ser una bebida milagrosa y “veneno embotellado”, abundan los prejuicios

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Adelanto del libro Entre sodas y refrescos, traguitos de recuerdos (2020), editorial é, de Marco Levario Turcott


Refresquemos la memoria

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo”.

Ese párrafo es uno de los más sobresalientes en la historia de la literatura universal; lo escribió Charles Dickens al principio de “La historia de dos ciudades”. La novela, ubicada en Inglaterra y Francia a finales del siglo XVIII, retrata la sociedad inglesa, tranquila y apacible en contraste con las convulsiones científicas y revolucionarias, el caos, de la sociedad francesa. Sus vericuetos, claro está, no son motivo del último capítulo de este libro, aunque a la novela me remito porque está montada en el mismo caballete de relieves y contrastes que, cada determinado ciclo histórico, vivimos los colectivos humanos, es también algo similar a lo sucedido a finales del siglo XIX en el mundo y, en particular EE.UU., en prácticamente todos los órdenes.

Entre los últimos años de los 1800 y los primeros de los 1900 ocurrió el mejor de los tiempos: la edad dorada estadounidense, la tierra prometida de las oportunidades y los nuevos ricos de la revolución industrial y la producción y comercialización a gran escala; la era de los inmigrantes europeos (sobre todo irlandeses y alemanes) y los ecos de la guerra civil. Es la reconstrucción a ritmo de Ragtime. Y simultáneamente también fue el peor de los tiempos: es el periodo de la intensa segregación racial y el antisemitismo, el colonialismo norteamericano que propina el golpe de estado en Hawai, invade a Cuba recién liberada de los españoles y e interviene en Veracruz, México, en 1914. En el orden cultural, es la creencia en las pociones mágicas, por ejemplo las aguas carbonatadas, como gran remedio para curar grandes males.

En pocas palabras, la época descrita por Dickens es tan diferente a la de EE.UU. de finales del siglo XIX como el pacto social que hubo favor de la ciencia en el siglo de las luces y es tan parecida como el estado de ánimo que resulta de la tensión y la incertidumbre. También el asombro frente a la creatividad humana: entre el globo aerostático y el avión, la locomotora y el ferrocarril, el barco de vapor o la máquina de coser y la máquina de escribir o el cinematógrafo y el teléfono. En los primeros años de los 1900 nos quedamos solos con la generalización de la energía eléctrica, el automóvil, la radio y la televisión.

Comparemos en grado superlativo para continuar con la provocación de Dickens: al equiparar el siglo XVIII con el XIX valdría la pena situar a los refrescos dentro de las invenciones notables. Si ese es el caso, un principio riguroso nos obligaría a anotar al primer refresco (obviamente, sin marca) que resultó de la máquina inventada por John Matthews para mezclar agua, gas y jarabe o saborizante, en 1832. Otra óptica razonable nos situaría en Dr Pepper, creado por W.B. Morrison en 1885, porque es la primera soda de marca en la historia y, otra vertiente más, nos sitúa en la Coca-Cola ideada en 1886 por John S. Pemberton, debido a la colosal comercialización e influencia cultural que ha tendido desde entonces en el mundo.

Existe otra comparación clave:

Los refrescos fueron considerados bebidas medicinales a finales del siglo XIX. A mediados de los 1900 sucede su expansión más importante en EE.UU. y el mundo como bebida refrescante (en México, un decreto de 1952 lo integra como producto de primera necesidad). A principios del siglo XXI se encumbra una vertiente que los considera dañinos para la salud y, a veces, únicos responsables de la pandemia de diabetes en el mundo y nuestro país.

Aquellos contrastes culturales tienen profundas raíces. En este libro nos asomamos a varias de ellas: la superchería y sus pregoneros como conducto para promover las bebidas carbonatadas por supuestas virtudes curativas; en bares y fuentes de soda por el placer refrescante reservado a privilegiados; su masificación como parte del consumo familiar y, enlazado en todo esto, la disociación entre la bebida y la marca para dar la sensación de cambios continuos (aún con la misma bebida de siempre) y asociar la soda con los valores del presente: la fórmula de Coca-Cola que se vendió durante la segregación racial es la que se encuentra en una lata de la marca que impulsó en los 70 la inclusión racial y ahora, en los primeros años de los 2000, la misma promotora de la diversidad sexual.

Los refrescos tienen prestigio y fraguaron una costumbre social de consumo. Eso se escribe fácil pero estamos hablando de poco más de 120 años de moldear un perfil y una presencia en la vida cotidiana de miles de millones de personas en el mundo. No exagero. La motivación esencial de su consumo no parece ser sólo refrescarse sino disfrutar y, quizá sobre todo, asociarse con la identidad de la marca, cualquiera que esta sea a lo largo de la historia (y generalmente lo es por las grandes estrellas del espectáculo y los deportes).

Aludir a la tradición y consumos colosales, estamos refiriéndonos también a uno de los más formidables negocios de la era moderna y, por ello, también a la resistencia que generan esos negocios además de los afanes de aprovecharse de ellos por la vía del denuesto o la búsqueda del descrédito de la industria refresquera. El engaño de finales del siglo XIX sobre las atribuciones medicinales de las sodas corresponde con la superchería del siglo XXI que las sataniza y promueve mitos, entre otros varios, que el gas carbonatado engorda, el líquido desintegra un filete o es un buen espermicida, están hechos con ingredientes peligrosos, el refresco de cola puede ser un eficaz pesticida y, esto es delirantes, si mascas chicle de menta y bebes cola puedes morir. O sea, como advirtiera Charles Dickens: “caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”.

Reír de las estratagemas de desprestigio con un refresco en la mano es un camino tentador. Imaginar a un bebedor de refresco como globo aerostático o cerdito de Pink Floyd es relativamente fácil, incluso para arrancar el aplauso de las audiencias políticamente correctas en donde se halla también la vieja y anacrónica descripción referida a “Las aguas negras del imperialismo”. Desecho andar ese rumbo.

Atender la salud pública implica abandonar extremos, sostener un enfoque integral y deslindar responsabilidades.

Estos son los lindes de la ignorancia: el refresco no es milagroso o medicinal y mucho menos “veneno embotellado”, como infortunadamente señaló el subsecretario de Salud en México, Hugo López-Gatell, el 19 de julio de 2020, al acudir a uno de los recursos demagógicos arriba citados. Son prejuicios que gozan de buena salud en algunos sectores sociales y por ello llegan a emplearse para culpar a otros, como él hizo, de las víctimas de la pandemia del Coronavirus que, en esas fechas, alcanzó la cifra de los 40 mil decesos.

Como dijera Dickens: “Nunca te fíes de la apariencia, sino de la evidencia”.

Otro mito extendido afirma que el consumo de refrescos es culpable de la obesidad. No es verdad. De acuerdo con datos de la Asociación Nacional de Productores de Refrescos y Aguas Carbonatadas (ANPRAC), el mexicano promedio consume poco más de 3 mil 260 calorías al día (muy por encima de lo que recomienda la OMS) y las bebidas azucaradas representan sólo el 5.8% de esa ingesta. 21

En suma: no existe gran diferencia entre el pintoresco personaje pregonero de las bondades de los refrescos en los mercados al que llamamos merolico o buhonero y el personaje político que se atusa los bigotes y, con donaire de sabelotodo, sostiene que el refresco es el causante de los males de salud para evadir la propia responsabilidad.

La dieta del mexicano, como sucede con la dieta de cualquier habitante de otros países, está determinada por razones culturales y hábitos complejos, más aún al ser resultado de un apelmazamiento de costumbres regionales e influencias extranjeras en el que, durante siglos, ha imperado el consumo de grasas y calorías. Quienes me piden ejemplos sobre la esfera cultural de esto casi siempre me escuchan compartir este dato: en 2019, en promedio el mexicano consumió 143.6 litros de refresco y en contraste ingiere 126.5 litros de leche y 73.6 litros de agua.

Además este es un tema de educación porque, también durante siglos, la ignorancia ha reducido el consumo en cuatro o cinco alimentos básicos y, aunque desde finales del siglo XX se ha ido modificando paulatinamente ese patrón, todavía prevalecen usanzas lesivas a la salud, entre otras, el exagerado consumo de azúcares y comestibles procesados sin calidad alimenticia o lo que comúnmente llamamos “comida chatarra”. A esto hay que sumar la falta de ejercicio porque el consumo de calorías no es dañino en sí mismo sino el sedentarismo.

A la salud del mexicano promedio debe añadirse todo lo antedicho y algo más, tal vez lo esencial porque se trata del epicentro desde donde debe desanudarse esa madeja de costumbres. Los gobiernos son los principales responsables de generar políticas públicas para atender los fenómenos arriba enunciados.

Entre el decreto del gobierno de 1952 para que los refrescos fueran productos de primera necesidad y la estigmatización que se hace de los mismos desde principios de este siglo debe existir una política que difunda la centralidad de la dieta saludable aunque, durante los últimos 20 años, cerca del 93% de los recursos gastados por el gobierno para la propaganda se han centrado en la autopromoción del mismo gobierno.

El 1 de enero de 2014 entró en vigor el impuesto especial a bebidas azucaradas y, a mediados de julio del mismo año, “el gobierno federal ordenó que 32.5 millones de niños dejaran de ver, en la barra infantil de televisión abierta y de paga, publicidad de refrescos y bebidas saborizadas, confitería, botanas y chocolates y, en caso de violación, se impondrán multas de hasta 1 millón 40 mil pesos por spots a los anunciantes con la posibilidad de fincar responsabilidad a los medios que ignoren la solicitud de retiro en 24 horas”. Así, los niños dejarían de estar expuestos a 10 mil 233 pautas publicitarias anuales que se transmitían en las caricaturas y programas infantiles.

Sin embargo, entre esas fechas y agosto de 2020 el cúmulo de evidencias permite afirmar que las medidas restrictivas carecen de efecto sustancial además de que el impuesto que incrementó el precio de los refrescos en un peso fue sufragado por las personas más necesitadas según un informe de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP): hasta julio de 2019, en cinco años y seis meses, el IEPS a bebidas saborizadas acumuló 127 mil 573 millones de pesos, de los cuales 57% lo han aportado las familias más pobres del país. ¿Qué porcentaje de esa cantidad se ha dedicado a campañas de concientización de los problemas de la obesidad o para acciones de prevención? No lo sabemos.

De acuerdo con la organización Alianza para la Salud, el consumo de las bebidas azucaradas disminuyó en 6% durante el primer semestre de 2014 y 12% durante el segundo, pero de entonces a la fecha el crecimiento del consumo ha sido sostenido a tal grado de que hoy día la industria refresquera mexicana representa aproximadamente el 1.8% del Producto Interno Bruto (PIB) y el 5.6% del PIB de la industria manufacturera. De acuerdo con la ANPRAC, la Industria de Bebidas Saborizantes beneficia a 5 millones de mexicanos, entre otras razones al fomentar el autoempleo y el desarrollo local. En números concretos, genera un millón 630 mil 287 empleos directos e indirectos, es decir, el 2.9% de la población económicamente activa ocupada.

La promoción de la salud es responsabilidad del gobierno y, naturalmente dentro de los aspectos multifactoriales que debe atender, se halla la regulación de quienes se encuentran en la industria y, más todavía, la generación de incentivos para que los regulados incrementen sus inversiones y simultáneamente sean responsables de la obesidad y los problemas de salud que genera. En tal órbita la ANPRAC que agrupa a 120 plantas embotelladoras alrededor del país, con 415 centros de distribución, ha mostrado su disposición por colaborar aunque, en efecto, la relación con el gobierno y organizaciones de la llamada sociedad civil no ha estado exenta de tensiones. No es el objeto de este libro detallarlas. Opto por los datos para ofrecer un panorama:

Entre 2008 y 2018, la ANPRAC logró que el 55% de los productos de la industria de bebidas fueran bajos en calorías o no las tuvieran. Además, tres de cada 10 bebidas se elaboraron con menos calorías y se crearon 172 nuevos productos bajos en calorías o sin éstas. Entre 2018 y 2024 el objetivo es reducir 20% más las calorías de sus productos, reformular 50 refrescos ya a la venta hasta reducir en 100% las calorías e incrementar su portafolio con bebidas sin calorías o con menos de 30%.

Colofón

Si a finales del siglo XX vivimos la era del culto al cuerpo y el imperio de la imagen, a principios del siglo XXI la imagen está encumbrada tanto como el culto al cuerpo; la variable es la salud. Como un problema de los Estados modernos y la asistencia social a una población que envejece y enferma y no hay recursos suficientes para atenderla.

Entonces, también esta es la era de la responsabilidad individual en la delimitación del destino propio como un cargo que no debe hacerse a terceros o no nada más a terceros, en este caso al Estado. Del pago de impuestos surgen los recursos para la atención de la salud entre otros menesteres que devienen en problemática social y, si ello es así, los gobiernos deben ser eficaces al administrarlos y proyectar mediante políticas públicas la disminución de los desafíos.

Todo esto se escribe fácil pero es tan difícil que el esquema suele deshacerse frente a la caprichosa realidad. Algo sí debe tenerse en cuenta en todo momento: no existe un sólo factor de deterioro en la salud pública. Y no son los refrescos enemigo a vencer, vamos, ni siquiera son enemigo.

Vivimos la era de la obsesión por la salud, lo dije al principio de este libro, en la que se considera que todo o casi todo hace daño. Nos invade como marabunta el juicio implacable contra el consumo de carne, casi de cualquier carne, porque nos daña al organismo y deteriora la ecología. Abundan los jóvenes grotescos que se declaran veganos con fervor religioso, se hacen famosos en Internet, y a escondidas como el humano perdido en el desierto que encuentra un manantial, comen un filete jugoso y toman vino. Hay veganos que lo son también porque no quieren ver manchadas sus manos de sangre por la muerte de un ser vivo. No exagero. Nos están invadiendo y pronto podrían lamentarse del sufrimiento que padecen los pobres espárragos o los hongos arrancados por la perversidad del ser humano. Es la era de la luz y las tinieblas.

El prejuicio se expande y todo o casi todo provoca cáncer según los miedos de cada quien que siempre encontrarán reflejo en charlatanes. No debe comerse azúcar ni la grasa de la leche, cualquier cosa endurece las venas porque contiene colesterol o algún agente malévolo con la salud sino es que pesticidas. En medio de todo eso no se explica como es que el refresco sea el santo grial de nuestra última cena antes de caer fulminados por un coma diabético.

Desde mi punto de vista, madurar significa reír de todo aquello y junto con Charles Dickens, frente a un refresco bien frío exclamar:

“La felicidad es un regalo que debemos disfrutar cuando llega”.

Y beber.

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