Además de su cada vez mayor desvinculación y falta de representatividad social, el sistema de partidos en México se ha convertido en un auténtico tianguis, en el que no hay ideas, propuestas o posturas que valgan frente al cálculo de la ganancia electoral.
Y si bien los grandes partidos históricos y los grupos de poder que los controlan han sido los principales usufructuarios de ese mercado de votos, sus escisiones convertidas luego en lo que se conoce como la “chiquillada” partidista, han encontrado una veta para hacer de estos institutos políticos sendos y multimillonarios negocios para unos cuantos, a partir de dinero público.
Las reformas electorales de la década de los 90 de la pasada centuria buscaban ampliar la participación de la sociedad en los procesos de decisión política en condiciones de mayor equidad, para lo cual se abrieron las arcas del financiamiento público y se amplió el espectro partidista en el país.
El objetivo era terminar con el monopolio del partido único en el poder. Y de alguna manera se logró, primero, cuando en 1997 el PRI perdió la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión. Y después, cuando en el año 2000 entregó la Presidencia de la República al PAN y se dio la primera alternancia de la historia reciente.
Sin embargo, a dos décadas de aquellas reformas que en su momento fueron verdaderamente trascendentes, lo que vino después fue la degradación de un sistema que no estaba diseñado para evitar ser desmantelado por los propios partidos, que lo desvirtuaron de tal manera que lo convirtieron en un botín que se reparten entre los mismos grupos de manera cíclica. Y cínica.
La “dictadura de la coalición” que rige los procesos electorales desde hace casi 20 años ha desdibujado por completo todas las identidades partidistas, beneficiando particularmente a los partidos más pequeños, que como auténticos mercenarios de la política se alquilan al mejor postor de acuerdo con los cálculos de su beneficio particular. Porque el de la sociedad a la que dicen representar, no les importa en absoluto.
Así es como vemos alianzas inverosímiles cuyo único fin es acceder al poder, como las del PAN y el PRD, que le permitieron al segundo no desaparecer, a cambio de olvidarse por completo de las reivindicaciones y banderas que alguna vez le dieron sentido a su existencia, mientras el primero se queda con las rebanadas más grandes del pastel gubernamental.
Algo similar pasa con el PRI y el PVEM, donde el primero ha cargado con el segundo por casi 20 años. Pero como ahora los verdes se sienten fuertes frente al brutal descrédito que afecta al tricolor, le venden a éste cada vez más “caro” su “amor”.
En el caso de los partiditos es todavía más grotesco. De una elección a otra, franquicias políticas como Nueva Alianza, el Partido del Trabajo y Movimiento Ciudadano pueden aliarse con la derecha, con la supuesta izquierda o con el priismo recargado, sin ruborizarse por ser señalados de cometer incongruencias, pues eso les tiene sin cuidado.
De esta forma, un partido de supuesta “izquierda”, como Morena, puede coaligarse sin problema con un bodrio político como Encuentro Social, en donde lo mismo confluye la ultraderecha religiosa que tránsfugas del priismo, el panismo y lo que se ofrezca en el camino.
El resultado es un mazacote político que no aporta ninguna idea, ningún proyecto de país ni de estado, pues de lo que se trata es de ganar elecciones y acceder al poder. Ya una vez ahí, se verá qué se hace.
Tales carencias programáticas, sociales y de identidad, han empobrecido el escenario político-partidista y provocado que las elecciones dependan de la postulación de líderes carismáticos, bien parecidos, buenos oradores o con grandes recursos económicos a su disposición, que a la hora de enfrentar responsabilidades públicas se enfrentan, también, con su atroz incapacidad.
La partidocracia nos ha dejado infestados de rémoras, que viven de sangrarnos a los ciudadanos.