Todo sistema político tiene sus rituales, usualmente solemnes y emotivos, y genera sus representaciones, algunas fársicas y en plan de asalto. Los desplantes de la derecha lunática en el Congreso estadounidense son la continuación del asedio externo de hace dos años pero ahora desde el interior. En México, las mañaneras representan también el asedio de una degradación intelectual y moral contra la república; parodia de sí mismo, el sainete sólo puede funcionar superándose en los ridículos a los cuales acabó adicto un público amplio.
Parte de la complejidad de la vida es que no hay definiciones absolutas de representación y realidad, y resulta siempre interesante constatar que las fronteras entre ambas no son nítidas. En la película Réquiem por un sueño, una mujer se convierte también en una adicta a las pastillas que le permitirían bajar de peso para participar en un programa de concursos por televisión. Su delirio llega al extremo de alucinar que el presentador y la jauría ahí reunida se dirigen a ella mientras ve el programa. Ese delirio se convierte en su realidad. Ahora se puso de moda el oxímoron del reality show, pero siempre se puede dar una vuelta de tuerca a la parodia de una sociedad consumista y estupidizada, y transformarla en un escaparate de realidades más siniestras. De hecho, tampoco son claras las fronteras entre la farándula y las proyecciones políticas que secuestran los medios para presentarse como entretenimiento. Ejemplos sobran, pero lo ilustra a la perfección un programa ruso que pudo verse en redes sociales los últimos días. La descripción no es fácil pero ahí va: un antro con un escenario y mesas pequeñas; el ambiente: kitsch, casi psicodélico, surrealista. En el escenario corre un musical que sería moderno en los sesentas, de un gusto infame, mientras en las mesas vibra un zoológico de personajes improbables, desde militares, hasta andróginos con indumentaria reminiscente de Naranja Mecánica. Quien funge como presentador, un hombre mayor, grotescamente maquillado, como todos los presentes, se avienta, eufórico, la siguiente soflama: “Mi brindis de año nuevo será un poco inusual. Durante el último año, Occidente trató de destruir a Rusia. No se dieron cuenta de que, en la composición del mundo, Rusia es la estructura que soporta la carga. Así es, caballeros, guste o no guste, Rusia se expande”. Todo el antro revienta en aplausos, brinda con champaña y se reanuda el número musical. Esta pesadilla es real y sirve para aplaudir a la otra pesadilla, igualmente real, ésa en la que violan, secuestran y asesinan mientras “se expanden” en Ucrania.
Putin es un hijo de puta, pero está rodeado y protegido por círculos concéntricos de cómplices, abyectos y sumisos. En el caso de Trump, peligroso payaso de magia menguante, las fuerzas que exorcizó tienen ya vida propia. En lo que le sucede lo mismo, uno de los efectos psicológico-políticos de López Obrador es que aún sirve de pararrayos ante cualquier calamidad, algo muy conveniente para los permanentemente azotados por la última de sus tropelías, pero indiferentes ante las múltiples heridas que el país arrastra de siempre. Total, ya cumplieron con el reality de la última marcha. El caso es que en la vida y en la política las simulaciones terminan desnudando las verdades, y quienes hoy se asumen indispensables por sus aplausos, por sus indignaciones vacías o por sus omisiones, quizá mañana entonen el réquiem de sus propios sueños.