“La tragedia —escribió Jean Anouihl— es limpia, es tranquilizadora. Es segura”. En Roma, como en la vida, la tragedia está a la vuelta de la esquina. El agua no lava ni diluye los recuerdos: acompaña a la fatalidad, la anuncia, la integra a la existencia.
La reconstrucción en Roma, obsesivamente minuciosa, no remeda a la realidad: la calca. El cruce de Insurgentes y Baja California fue reedificado en un set con todo y anuncios luminosos, tranvías y taxis, el cine Las Américas, el restaurante. Los juguetes en las habitaciones de los niños; los libros tras las vitrinas, los adornos en la sala de estar. La casa de campo adornada en setentera estética kitsch. La música por la radio, los vendedores en la calle, el puesto de periódicos y revistas. La balacera en San Cosme que reproduce, idénticos, a los halcones fotografiados el 10 de junio. Aquella época resucita en cada escena.
El perfeccionismo de Alfonso Cuarón incluye lo que no se mira en la película. En una entrevista con Fernanda Solórzano en Letras Libres el director de Roma relata que en los muebles de la casa familiar en donde se desarrolla la película había juguetes, ropa y otros objetos incluso en cajones que no se abrirían durante la filmación. La recreación llegó, así, hasta lo no visible. En Roma cuenta lo que se ve, pero también lo que allí se sugiere.
Ese meticuloso preciosismo es el cascarón que da coherencia y fuerza a los contrastes narrados en Roma. La vida cotidiana se nutre en la rutina (la escuela, la familia, la calle) pero también en la desgracia. En contrapunto al sosiego de la casa familiar está presente, siempre, la violencia. Uno de los niños relata cómo un soldado le disparó a otra persona. En la azotea los chicos juegan a matarse y Cleo, compartiendo el juego, dice “me gusta estar muerta”. Los adultos en el campo practican tiro al blanco. El Jueves de Corpus el grupo paramilitar ataca la manifestación estudiantil.
La tragedia acecha a la dicha. Cuando Cleo va a mirar a los bebés en el hospital y se imagina al suyo, sobreviene un terremoto. Al brindar por el inminente 1971 y por la salud de su niño, la empujan y se rompe el tarro de pulque. El festejo de año nuevo es interrumpido por el incendio en el bosque. Mientras en la mueblería Cleo ve con ternura y aprensión la cuna para su hijo, afuera se desata la balacera. La vacación en la playa se ensombrece cuando los niños se enteran de que su padre los ha abandonado.
En la sala de parto la cámara fija registra el giro del dolor, a la desolación. El rostro de la joven, la respiración agitada, las lágrimas, acaparan el primer plano. Al fondo se aprecian los intentos para reanimar al bebé, el desaliento del pediatra. Cuando se la llevan, Cleo no se quiere desprender de la niña. Lloramos con ella mientras se ven las maniobras para amortajar el cuerpo. Han transcurrido algo más de cuatro minutos. La cámara no se ha movido. La maestría de Cuarón no está sólo en los detalles sino, esencialmente, en su capacidad para crear momentos de enorme vehemencia con personajes de intensa definición.
La escena en la playa también va del alborozo al sobresalto. Cleo y Pepe hacen un castillo de arena cuando ella advierte que los otros niños no pueden salir de mar. Se mete al agua con la vista puesta en ellos, enfrenta a las olas, a duras penas saca a Sofi y Paco. La cámara en un movimiento horizontal, con el sol en contra y sin cortes durante casi seis minutos, la acompaña en su hazaña. Mientras se abrazan, devastados por el susto, Cleo se deshace y dice las líneas más duras de toda la película (“¡yo no la quería, no quería que naciera!”).
El agua delimita la cotidianidad y enmarca las desgracias. La faena diaria de Cleo consiste en lavar y lavar —pisos, platos, ropa—. El agua no purifica, se va por el caño e, igual que lo ya vivido, jamás regresa. La lluvia tras la ventana del cuarto de hotel o en el patio mientras los niños cantan, las lágrimas de Cleo, el agua para mitigar el incendio en el bosque, los charcos a cada paso, las gotas de lluvia sobre el parabrisas del auto, todas esas referencias acuáticas son afluentes que desembocan en el mar.
Cuando mira por primera vez el mar Cleo lo aprecia ancho y rumoroso. Sus ojos conocen lo que otros no. Sonríen ante las artes marciales de Fermín, observan a Sofía cuando se aferra al esposo que sale de viaje y luego cuando el amigo la quiere abrazar. Ambas mujeres intercambian miradas, cada una sabe que la otra sabe. Cleo ve la sortija abandonada en el cajón del marido y lo ve a él mismo cuando pasea niñeando con la novia. Los ojos de Cleo descubren la vida y atisban la muerte pero le dan fortaleza cuando se cierran. Ella es la única que logra mantenerse en un pie y con los ojos cerrados cuando el profesor Zovek propone ese ejercicio.
El equilibrio de Cleo no la libra de la desventura ni de su condición social. El clasismo lo vive con naturalidad. La dejan mirar la televisión pero sentada en el piso; cuando ha contestado el teléfono tiene que limpiar la bocina; en la casa de campo hay una fiesta de los patrones y abajo otra de la servidumbre; al regreso de la aventura en Tuxpan donde se portó con heroísmo le piden un licuado de plátano y ella regresa al trajín de siempre.
Roma ha detonado una pertinente inquietud social a favor de los derechos de las trabajadoras domésticas. Sin embargo la película, que no ofrece lecciones sino realidades, muestra a Cleo atada a un destino que no se propone y quizá no pueda modificar. Cuando el infortunio comienza a ser anécdota la sirvienta vuelve a lavar en la azotea. El avión que rubrica la última escena enfatiza la circularidad de la película, sólo que en vez de reflejado en el agua ahora lo miramos directamente porque la cámara apunta al cielo. Aire opuesto a la tierra, fuego apaciguado por el agua, agua que se desliza a cada paso dan cuenta, en el sentido más estricto, de la elementalidad de la vida.
La frase con la que inicia este texto es de la versión de Antígona que escribió en 1942 el dramaturgo Jean Anouihl. Allí, el coro proclama: “En la tragedia hay tranquilidad. En primer lugar todos son iguales… Y además, sobre todo, la tragedia es tranquilizadora porque se sabe que no hay más esperanza” (traducción de Aurora Bernárdez). Como Antígona, Cleo ha hecho lo que considera que tiene que hacer: avanza dentro del mar mirando al frente con la misma certeza con la que sufre, quiere, trabaja y obedece. Roma descongela el tiempo para que fluya de la memoria, a la pantalla. Somos nuestra historia. Como diría el pequeño Pepe, que nombra al futuro en clave de pasado, cuando éramos los que seremos, fuimos los mismos.
Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 25 de febrero de 2019, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.