Lo que el presidente Enrique Peña Nieto tuvo en sus manos y pudo llevar a cabo, allá en los años 2015, 2016 y 2017, tuvo que esperar la llegada de un nuevo gobierno: el ascenso del salario mínimo después de tres décadas y media.
Los intereses empresariales más salvajes (esos que sólo saben hacer negocio a partir de pagar mal), el grave error de la teoría económica convencional y la pura obstinación dogmática de su gabinete económico, impidieron que México ingresará en la corriente mundial que sucedía ante nuestras narices en Estados Unidos, lo mismo que en Alemania, Japón y toda América Latina. El retorno del salario mínimo y las políticas de su recuperación resultaron ser un arma poderosa para evitar la pobreza y una buena inyección de demanda en economías deprimidas. Claro está: si esa política se hace bien.
De modo que lo que ayer se anunció constituye un hecho histórico que hay que celebrar sin roñosas objeciones: los 18 pesos de aumento colocan al salario mínimo mexicano por encima del costo de la canasta alimentaria, por primera vez desde los años noventa. Esto rompe uno de los nudos del modelo económico vigente (neoliberal): los bajos salarios usados como instrumento contra la inflación y para atraer inversión.
Ahora bien, es notable que un asunto tan importante, sin embargo, todavía se preste a tantos malos entendidos. Por eso conviene confeccionar un breve abc.
1. El salario mínimo es un decreto, siempre y en todas partes. Es un acuerdo o, mejor, es una convención que cobra la forma de ley al decretarse. Expresa el piso que una sociedad admite como pago al trabajo menos calificado. Como el empresario y el trabajador no tienen el mismo poder de negociación, hay que proteger al más débil y emitir, por ley, el piso mínimo que ningún trabajo honesto puede dejar de pagar.
2. Durante mucho tiempo funcionarios, economistas y periodistas se tragaron la píldora según la cual el mínimo expresa la productividad, y no la convención para tener un mercado laboral decente.
En los últimos años, en México el concepto que se abre paso es el siguiente: nadie que trabaje sus ocho horas de manera honesta puede ser pobre. O sea: el trabajo es el instrumento para escapar de la pobreza y vivir con dignidad. Dicho en número, esto significa que el salario mínimo nunca debe flotar debajo de la línea de pobreza alimentaria (pobreza extrema) y, en cambio, debe ponerse en ruta para alcanzar la canasta de bienestar para sostener a una familia.
3. Pero una meta como esa no puede ser alcanzada de golpe y porrazo, sino que será fruto de muchas decisiones, cambios económicos e institucionales. Será producto de una política sostenida en el tiempo. Por cómo y de dónde venimos -de pagar el salario mínimo más bajo de América en el 2013- la ruta será larga, pero al menos deberíamos establecer un camino con dos requisitos: que nos mantengamos alerta, monitoreando permanentemente los efectos de estas alzas y, por eso, que la institución encargada ya no se reúna perezosamente una vez al año, sino dos, con el objeto de revisar con mayor regularidad el monto y los efectos crecientes del salario mínimo.
4. “Ya nadie gana el salario mínimo”, he escuchado en estos días. Según el INEGI, en septiembre de este año casi 10 millones de mexicanos recibían ese sueldo (tercer trimestre 2019, ENOE), pero su importancia es mucho mayor porque también influye en las escalas salariales próximas, de modo que quienes ganan dos salarios mínimos también verán empujados para arriba sus propios ingresos. Así que lo que hace el salario mínimo es civilizar la base del mercado laboral.
5. Pero hay que estar conscientes del nivel en el que estamos y en el que seguimos a pesar de la importante alza de ayer. Hablamos del precio de un litro de leche, nada más; nuestro incremento no llegó ni a un dólar y, aún así, es histórico. Imaginen, pues, de dónde venimos y por qué el salario mínimo es tan importante, por qué explica tanto de nuestra pobreza, de nuestra criminalidad (esos si salen de pobres) y, en general, de nuestro malestar.