“¿Acaso se puede ser guapa y estar gorda?”, es la pregunta de una campaña impulsada por la activista bilbaína Ana Pizarro que habla, según el parte informativo, sobre “mujeres reales”, la guerra de tallas y el orgullo de ser “curvy”.
Vuelvo a la pregunta: ¿Se puede ser guapa y gorda? Mi respuesta es no. Aunque enseguida me desmarco para tratar de evitar el aporreo del feminismo más encendido. Estoy seguro de que ningún ser humano, hombre y mujer, puede ser atractivo cuando las carnes abundan en el cuerpo. Otro asunto, desde luego, es que en la esfera de la propia intimidad nos queramos o nos aceptemos e incluso hasta nos gustemos como somos (y así experimentemos intensos aquellares de amor). Pero jamás podemos decir que Hermelinda Linda sea tan linda como Betty Boop o la señora Jessica Rabbit, digo, jamás, sin asumir el riesgo del autoengaño e incluso de la autocompasión.
Yo estoy convencido de que no soy una belleza alternativa a Brad Pitt o George Clooney, por decir dos nombres entre millones, y que decir lo contrario me implicaría la burla así como no reconocer los linderos del ridículo, revestido de un donaire políticamente correcto. Otro asunto es el amor propio o ese cariño que uno se tiene cuando frente al espejo repara en que, tal vez, sólo tal vez, los ojos son tiernos o el rostro aguilleño tienen su encanto igual que la ausencia de zonas traseras o las piernas del grosor de un compás. Propongo no confundir el cariño que nos tenemos con mentirnos a nosotros mismos.
Además, entiendo que todo esto es también un asunto de mercado porque, en efecto, ya hay una miriada empresarial para atender al poder adquisitivo de quienes rebozan en grasa, para hacerles saber que el mundo no los ignora, que también pueden ser guapos, y así, en esos senderos, hasta una momia puede ser sexy en un comercial de Palacio de Hierro. Para mí eso es, una momia, y grotesca por cierto, como surgida de Transilvania, aunque entiendo bien que para alguien de 80 años ella le resulte una criatura encantadora, y eso nos sucede a todos, no hay razón para el escándalo si para mi hija resulto guapo en contraste con el 99% de las mujeres que saben de mí. Insisto, es un asunto de mercado y ahora la industria de la moda atiende a minorías o a personas en situación de fealdad o avanzada edad (en la que yo me encuentro). También es un asunto de empatía que linda en los misterios de la atracción cuando alguien nos gusta hasta por sus defectos, más allá de los arquetipos, pero no por ello nos podríamos preguntar auténticamente si se puede ser guapo y bizco al mismo tiempo (aunque a mi mujer le cause ternura si tengo un ojo bailando).
Enfatizo en la primera persona del singular para evitar confusiones: no hay denuesto alguno a los seres de mejillas abultadas y vientres esféricos (hay turgencias abundantes que pueden ser seductoras, en particular, las áreas derriéres). Sólo digo que a mí me parece una farsa del mercado que aprovecha el imperio de lo políticamente correcto para decir que mujeres u hombres de talla extra grande pueden ser atractivos, romper los moldes (nunca mejor dicho) y generar otros arquetipos de una manera tal en que, en el ámbito femenino, Anne Hathaway anhele un día tener el cuerpo de la espléndida cantante Adele, en tanga. Y aquí la pregunta: ¿Adele es una mujer real y Hathaway no? ¿Lo real es sólo lo recubierto en grasa o lo feo a lo que debemos buscarle atractivo?
La industria de la moda no repara en artificios –es la tercera industria más poderosa del mundo—, y aprovecha bien las circunstancias actuales para traducir en enormes ganancias una expresión antidiscriminatoria –lo cual lo considero una ventaja– y una alternativa estética que es, además de todo, un grave problema de salud mundial. Desde luego me hago cargo de que los parámetros de la estética varían de acuerdo con la circunstancia histórica, pero también tengo claro que Sophia Loren siempre será más guapa, infinitamente más guapa que, digamos, la mamá de Memín Pinguin, mi admirada doña Eufrosina (quien seguramente volvió loco de amor a don Guillermo, que en paz descanse).