viernes 15 noviembre 2024

La señora austeridad

por Ricardo Becerra Laguna

Libros de texto que no estarán en las escuelas a tiempo; médicos que no reciben su salario; medicinas que no llegan; institutos nacionales de salud en crisis y con creciente sobrecupo; vacunas olvidadas; guardias forestales —esos que previenen incendios— despedidos; estancias infantiles cerradas; servicios consulares clausurados; centros de investigación reducidos al mínimo; salarios de trabajadores gubernamentales retenidos; desabasto, apagones y mucho más. Algo insólito, pernicioso, que estruja y debilita al Estado mexicano.

Pues bien señoras y señores, eso es precisamente la consecuencia que busca la señora austeridad.

Y es que “austeridad” en tanto política económica, es algo distinto a la austeridad del diccionario. Tiene sus venerables padres bautismales, su pedigrí teórico, su historia institucional y más vale estar al tanto para evitar equívocos (y si podemos, escapar de ella). Veamos.

Económicamente ¿de donde viene? Su origen se atisba en los pañales de la disciplina económica. Adam Smith es el primero que traslada la parquedad y sobriedad personal, a la parquedad del Estado, como si tuvieran las mismas implicaciones y los mismos efectos. Es el ahorro y no el gasto, el que lleva a la prosperidad (proverbial tacañería del escocés).

“No gastarás más de lo que ganas”, es el mandamiento a las personas. “No gastarás más de lo que recaudas” se traslada al gobierno. Esta idea sin mayor demostración, se encuentra en la primera infancia de la economía.

Pero ¿es cierta? No, de hecho la economía abandonó su inocencia cuando descubrió que lo que es lógico y bueno para un individuo o una empresa no lo es, cuando millones (o cuando el Estado) actúan con igual “frugalidad”.

Por ejemplo, en plena crisis financiera del 2008-09, con el FMI y el BCE repartiendo recetas austeras por doquier, la canciller alemana Angela Merkel declaró sin complejos: “Para evitar esta catástrofe… se debería haber preguntado simplemente al ama de casa… nos habría dicho que no se puede vivir gastando más de lo que se gana”. Una afirmación que parece sensata, responsable (Peña, Calderón, Fox), austera (López Obrador), sin embargo pasa por alto un pequeño detalle: el efecto total, el efecto sobre el conjunto de la sociedad.

Yo perdí mi empleo y debo ajustarme el cinturón. Correcto. Pero ¿si todos los demás me imitan y se ajustan el cinturón? Pues no habrá quien compre, los negocios no tendrán clientes, no invertirán al siguiente ciclo, habrá menos empleos y la economía irá más abajo, rumbo a un ciclo deprimente.

Ahora, imaginen esta lógica inyectada al principal demandante y comprador de toda la economía: el Estado. ¿Lo ven? Gasta menos, menos consumidores, menos demanda, muchas empresas disminuirán sus inversiones porque no tendrán o no esperan tener quién les compre.

De modo que si todos hacemos caso a la madre suaba, el consumo nacional disminuirá y también la demanda de empleos y al cabo, también el PIB. Dominicos, franciscanos o jesuitas en un país que no crece. Un mal negocio. Ya no está pasando.

¿Los planes de austeridad son una novedad? En absoluto. Gracias a la austeridad liquidadora del señor Andrew Mellon (secretario de Hacienda del Presidente Hoover) Estados Unidos se metió sin remedio a la Gran Depresión de 1929. “Liquidar los empleos que sobren, liquidar las acciones, los agricultores, las propiedades inmobiliarias… que la podredumbre del sistema quede purgada”.

Después y con más estilo, los austriacos Hayek y Von Mises —fundadores del neoliberalismo, donde los haya— repitieron la receta: “La expansión del crédito y de la deuda son obra del Estado y tarde o temprano la economía ha de encajar dichas pérdidas… por lo que ha de reducirse el consumo”. Eso significa austeridad, la penitencia a tragar luego de los pecados estatales, bancarios y sociales.

¿Y en México? La austeridad ya era plan del Estado en 1980, durante la Inglaterra tatcheriana. Pero el subdesarrollado gobierno mexicano se sometió a una terapia similar en 1982 para tener acceso a dos líneas de crédito de 5 mil 300 millones de dólares, provistas por el FMI. Esto supuso una drástica reducción del déficit público, contención salarial, eliminación de regulaciones, privatización y menos gasto público, todo presentado en un documento de dieciocho folios. De modo que México se convirtió en el primer país del planeta que aceptó una política económica decidida allá afuera, por el Fondo, como un canon interno ¡para seis años! y cuyo numen tutelar fue, justamente, la señora austeridad.

Pero ¿quiénes propagan y defienden la austeridad? Típicamente, los conservadores y más precisamente, los intereses financieros. ¿Por qué? Porque los gobiernos deben pagar sus deudas a la banca internacional, antes que cualquier otra cosa, antes incluso que “las necesidades del pueblo”.

El Estado debe podar gastos y reasignarlos por aquí y por allá pero dejando intocado el sacrosanto rubro de “pago de servicios de deuda”. ¿Verdad que el pago de deuda no fue recortado en el presupuesto 2019? ¿Verdad que no se incurrió en nueva deuda hasta que la asfixia de Pemex lo hizo inevitable? Sobre cualquier otra cosa, la austeridad trata de “dar confianza a los mercados” y con breves excepciones, ésa es nuestra historia durante los últimos 40 años: finanzas públicas sometidas a recurrentes shocks de austeridad, en las coyunturas y con los argumentos y pretextos más variados.

Así que, viéndolo bien, quien nos ha gobernado a pesar de cambio de gobiernos, alternancias y democratización, es una severa patrona. No doña honestidad, sobriedad ni integridad (de eso sí deberíamos hablar), sino una que viene de más lejos, la contraproducente señora austeridad.


Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 2 de junio de 2019, agradecemos a Ricardo Becerra su autorización para publicarlo en nuestra página.

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