Acordemos que este es un país desigual, si no el más, sin duda entre los más desiguales del planeta. Acordemos que su trayectoria económica ha estado marcada por la mediocridad. No la estabilidad como se dice, sino en un extraño periodo de oscilaciones, un tipo de pasmo del que salimos despavoridos –de cuando en cuando- para meternos a una crisis o a periodos muy parecidos a una recesión. Acordemos, finalmente, que la pobreza permanece incólume desde que se mide con razonable veracidad desde los años noventa (el 52 por ciento de la población a lo largo de un cuarto de siglo).
Acordemos que este país necesita pues, de un gobierno de izquierda, cuyas tareas digamos “clásicas” serían dos, para empezar:
1) desarrollar una amplia batería de medidas redistributivas y,
2) acelerar el crecimiento económico durante varios años.
En concreto, un gobierno de izquierda (y más si ha obtenido el triunfo con amplia mayoría) tendría que haber seguido una secuencia de acciones como la que sigue: acumular toda su fuerza, su legitimidad y capacidad persuasiva para realizar una profunda reforma fiscal progresiva que le diera los recursos para desarrollar el programa de inversión pública en infraestructura más importante en décadas (la meta: recaudar cuatro por ciento del PIB adicional en su sexenio).
Este programa debería sostenerse contra viento y marea en el entendido de que el neoliberalismo colocó a la inversión pública en los niveles astrosos que vivimos y en el que parece, ya nos acostumbramos (vean los hospitales, las escuelas públicas, primarias o secundarias, calles, aeropuertos, la red hidráulica y un largo etcétera). Un dato: según Cuentas Nacionales la inversión pública apenas creció en 0.9 por ciento anual para el lapso de 2009 a 2015, durante el cual se registró una caída de 28.1 por ciento. Y reduciendo en 2017, 2018 y también, 2019. El neoliberalismo vive, pero está profundamente equivocado pues no hay motor que pueda sustituir a la inversión del Estado.
En un gobierno de izquierda, la obra pública no sería fruto de intuiciones o ideas geniales sino de un cuidadoso programa, consultando a la genuina ingeniería mexicana, bien pensado y estratégicamente ubicado en el territorio nacional.
El combate a la corrupción tendría que ser otra prioridad pero de ninguna manera un argumento para cancelar o posponer la urgente inversión pública. Ni olvido ni perdón para los que abusan del dinero público hoy y ayer.
El gobierno de izquierda debería aspirar a que en México quedará bien cimentado un Estado de Bienestar decente. Como parte del programa de obra pública, la prioridad sería mejorar y ampliar las escuelas y los hospitales a los que acude la mayoría de la población (poner baños en todas nuestras primarias para empezar, remodelar y reforzar a las más precarias, por ejemplo). Es decir, una mejora radical en la calidad de los servicios públicos.
El gobierno de izquierda debería de haber aprendido una lección histórica: que las redes clientelares no pueden durar, porque sin reforma fiscal quedarán siempre apoyadas por el ciclo alcista de las materias primas. Aquí y ahora, no lo tenemos.
Los programas sociales que entregan dinero directamente a determinados grupos sociales son importantes cuando atienden contingencias sociales imposibles de resolver por los cauces normales de la estructura estatal (eso ocurrió con el programa de los “viejitos” a inicios del siglo XXI cuando presenciamos la oleada de empobrecimiento que provocó la “crisis del tequila” y que arrojó a la pobreza, de súbito, a 14-16 millones de mexicanos. En este momento el precio del petróleo no ayuda y el expediente de estrujar al Estado, cancelando programas en todas direcciones, no alcanza.
Como lo advirtieron los chinos desde los años setenta las cuerdas clientelares no alcanzarán si se trata de países de grandes dimensiones.
Por eso el gobierno de izquierda debe poner toda su atención en el mercado laboral y en especial en la política salarial. La gran pobreza mexicana, la de las ciudades masivas y hacinadas, nace y se reproduce en el mercado laboral. La razón es simple: los sueldos no alcanzan, son demasiado y artificialmente bajos.
El gobierno de izquierda debiera aprender que como toda política, la salarial es progresiva sostenida y gradual. Debe ser monitoreada y para prevenir fracasos o tropezones, debe andarse sin dar pases de mago que creen resolver la miseria de los ingresos de un solo plumazo. La institución del salario mínimo cobraría toda su importancia porque la izquierda ha aprendido que ese es un precio que empuja o baja a otros salarios y de ahí su radical centralidad.
Me quedó con ese programa mínimo e imagino que hay muchas formas de ser de izquierda, pero si algunas lecciones se mantienen vivas desde el siglo XX, éstas son las obligatorias, el programa que define, precisamente, ser de izquierda.
Una reforma fiscal, la más importante que haya vivido México y que ni PRI ni PAN pudieron o quisieron enfrentar. Con ese 4 o 5 por ciento de ingresos adicionales, los servicios públicos de educación y de salud vivirían un fortalecimiento nunca visto, para sentar la base material del Estado de Bienestar. La inversión pública mantendría una trayectoria ascendente a lo largo de los años para una modernización de la deteriorada infraestructura básica de nuestro país. Y tendríamos una política salarial clara, regulada por nuevas instituciones (nunca por las mismas) y con objetivos transparentes, públicos y mensurables.
No sé si hay mucha ciencia en todo esto. Lo que sé, es que son lecciones históricas que están ahí, para quien quiera verlas. En eso se traduce el programa económico de izquierda.
A juzgar por dichos y hechos, no es el caso de la presente administración.