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viernes 06 diciembre 2024

Silvia Pinal

por Marco Levario Turcott

“La vida es un breve periodo de tiempo
durante el que estamos vivos”

Philip Roth

 

Un pato inextinguible

Contra la creencia generalizada, la muerte precoz de actores y cantantes no alusa mitos eternos, no al menos de forma directa. Centenas de aquellos, cuyo brillo fue apagado abruptamente, ahora son desconocidos, no pudieron desplegar sus prometedoras virtudes y están olvidados. No pasa lo mismo con otros añejos fulgores que fueron o son aún leyendas vivas como Sophia Loren o Gina Lollobrigida y María Félix. Además, hay quienes partieron antes de los treinta y devinieron en mito, ahí están Janis Joplin, Amy Winehouse y Selene Quintanilla.

Solo aludo a mujeres porque preguntaré sobre una de ellas: ¿Por qué Silvia Pinal Hidalgo no tiene esa férula imperecedera y luminosa por la que llamamos divas a cantantes y actrices? La pregunta tiene una afirmación implícita, lo sé, porque a mi juicio ella no es una diva.

A Silvia Pinal le sobran blasones, podrían contarse por decenas sus reconocimientos. Desde sus 21 años, cuando logró el Premio Ariel por su papel en Un rincón cerca del cielo (1952) junto a Pedro Infante, Marga López y Andrés Soler, hasta su homenaje 70 años después, en el Palacio de Bellas Artes. Filmó cuatro cintas con el ídolo de Guamúchil y otras tantas a lado de Germán Valdés “Tin Tan”, Carmen Montejo y Mario Moreno “Cantinflas”, padrino de su boda con Rafael Banquells. Con otro amor suyo de la primera juventud, Arturo de Córdova, con quien tuvo una soberbia actuación en “Un extraño en la escalera”.

“Pato”, como le decía Emilio Azcárraga Milmo cuando fueron pareja, fue pionera de la comedia musical. Pero, quizá sobre todo, están sus actuaciones de los años 60, en tres historias dirigidas por Luis Buñuel: El Ángel exterminador, Simón del desierto y Viridiana, esta última su mejor hechura, según la propia artista, a pesar de que no le gustó la trama. “Viridiana es como un Quijote con faldas”, le dijo Buñuel a la actriz para consolarla. Por cierto, un Quijote que fue censurado en Italia y otros países.

No sé porqué Silvia Pinal no adquirió esa impronta que separa a las deidades de los mortales. Fue codiciada por el mismo Pedro Infante, a quien nunca le dio el sí y a quien plantó en innumerables ocasiones (a lo más que llegó Pedrito fue a ser gran amigo de su abuela). La dirigió Emilio “Indio” Fernández y prácticamente cualquier director destacado de la época. Alternó con Amalia Aguilar y Prudencia Griffel, ícono de las tiples en España y México (y después, junto con Sara García, abuelita de los mexicanos). Además, es referente de las comedias radiales, la última etapa dorada del cine y el ascenso vertiginoso de la televisión; ella misma fue protagonista de ese fenómeno de la tecnología. También es una ventana para asomarse al teatro, a la ola sesentera y a las noches de los años 70 de la Ciudad de México, cuando fue considerada la mejor vedette por su entrega y profesionalismo. Primero estuvo en cabaret junto a Enrique Guzmán y luego, tras un año de preparación en Italia, en 1977 montó un espectáculo sensacional con motivo del 25 aniversario de su carrera; Silvia abarrotó “El Patio” de la capital e hizo lo mismo en el Teatro de la Ciudad de México.

La enunciación anterior no es sucesiva, pues Silvia todavía incursionó en el séptimo arte en varias de las mejores producciones de los años 70 y 80, donde hasta Carlos Monsiváis participó, cuando la decadencia era notoria entre culebrones y comedias de ficheras. Trabajó en programas de televisión en los 70, condujo uno acompañada de Enrique Guzmán, entonces su esposo, luego de separarse de Gustavo Alatriste, el amor de su vida. Y regresó a mediados de los 80 al frente de una emisión semanal pionera en temas de mujeres (que no feminista), y luego fue intermitente durante los primeros años de este siglo. ¿Quién podría presumir de tanto? Incluso de posar casi desnuda en el otoño de su vida, en la revista Interview, en 1977.

Silvia Pinal nació el 16 de septiembre de 1931 en Guaymas, Sonora. “A mí no me tienen como bulto”, dijo a la revista Caras a los 90 años, “aunque a veces necesito algo, no sé si un amante o un novio” y debemos creerle, los tuvo por decenas, desde la fugacidad del deseo hasta el amor maduro que le significó Tulio Hernández y otros tantos amores serenos. Su energía es inagotable: “Me encanta mi trabajo”, señaló en su casa, tranquila y lúdica, frente al retrato que le pintó Diego Rivera (y que ella creyó que se lo vendería – cuando lo recibió traía consigo un cheque de 50 mil pesos para pagarlo– pero en realidad fue un regalo del artista por su santo).

Silvia Pinal tuvo muchas facetas, además de las referidas, fue productora, empresaria y política: legisladora en las cámaras de Diputados y Senadores. Aunque lo suyo fue actuar, por eso aún quiere hacer cine y sobre todo teatro, dijo sonriente en los lindes de la vida. La cara se le iluminó cuando, al finalizar aquella entrevista, subrayó que le encanta que le digan diva: “buen trabajo me ha costado”. Y cómo no, desde la orgullosa niña de 15 años que usó medias por primera vez para ser comparsa en el teatro hasta tutearse con Burt Reynolds y hablar un inglés infame hasta hallarse en el recuerdo de millones de personas que la vieron en los escenarios más diversos.

La polémica está en la mesa. Es inzanjable, pero el hecho mismo de que exista pone en tela de juicio la condición de “Diva” de Silvia Pinal, lo que para mí no implica restarle un ápice a su trayectoria: no hay en México una artista tan longeva, versátil y laureada. Ni siquiera Lolita del Río o María Félix. Pero la pregunta es esa, precisamente, por qué no tiene esa aura de misterio o ese donaire fantástico, casi mitológico como el de “La Doña” y Dolores Del Río, quienes también tuvieron una larga trayectoria. Desde luego, parte de la explicación está en el contexto, María Bonita y “Lolita” son creación de la industria cultural y Silvia no es parte de esos arquetipos. Las divas también son hijas del tiempo y Silvia no es hija de ese tiempo.

Creo que hay otra respuesta además de la anterior, es complementaria y la tienen los dioses. Cualquier narrativa, griega o romana, cristiana o musulmana, la que sea, distancia a los dioses de los humanos porque esa separación impele a venerarlos (lo que, además, podría explicar que Janis Joplin o Blanca Estela Pavón, con su muerte prematura, sean imperecederas). Rara vez los dioses conviven con los mortales como Zeus y Hermes hicieron en la antigua ciudad de Tiana, y por lo regular es para recordar su vigencia, aunque sean vistos o no en su configuración original. El rostro áurico de la señora Del Río y la arrogancia de María son propios de esos seres contemplativos. En contraste, el avatar de Silvia Pinal es otro (y digo “avatar” porque no deja de ser creación mediática).

Silvia Pinal es una majestuosa realidad, la sublimación del ser humano en el arte. Es, si se quiere, una terrenal acompañante de las musas que llegó al pináculo sin juegos de artificio, sorteando escollos. De niña, tras el mostrador de una marisquería cerca de la XEW ayudando a su mamá, en la adolescencia como secretaria y, siendo pubescente, su inclinación por el canto de ópera hasta llegar a la actuación. De niña confundiendo el amor con la urgencia de libertad, mostrando su desnudez o su exquisita obscenidad ante las cámaras de cine; ultrajada por un rocanrolero y, más tarde, avante entre besos de otoño, dos legislaturas federales y un corazón despedazado por la muerte de su hija Viridiana. Tribuna y productora pero sobre todo integrante de familia, madre y abuela. O sea, tan lejos del Olimpo. Tan húmeda como el llanto y el deseo, pero tan festiva como alguna de las Gracias.

El destino no buscó atajos para hacer trascendente a Silvia Pinal ni ella acudió a escándalos o poses de menosprecio a los demás como impronta celeste.

Y todavía sigue, sin freno, a los 91 años, como cuando a los 18 comenzó a hacer comedias en la XEQ radio junto a Luis Manuel Pelayo. Qué importa la figura ajada y la humanidad que ya casi no le responde, eso la hace terrenal, falible, mortal. Pero mientras tanto hay personas que no quieren parar, otras que no pueden parar y unas más que no saben cómo hacerlo. En mi caso, cuando pienso en Silvia Pinal, recuerdo a Goya y Goethe quienes, en el ocaso de sus vidas, aún sentían entusiasmo por las pupilas arrobadores de alguna doncella y el impulso de aprender, siempre. Hasta el último momento.

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