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viernes 08 noviembre 2024

Sin legalidad no hay legitimidad

por Jesús Ortega Martínez

Muchos perredistas hemos insistido en que las visiones absolutistas y totalitarias nada tienen que ver con la izquierda. En el seno del PRD fueron permanentes las discusiones sobre estos temas, pero fue recurrente, la relacionada a la cuestión sobre la legalidad, y acerca de si la izquierda, en su acción política, se encuentra obligada a respetarla.

Desde los inicios del PRD ya confrontábamos el dogma de que la ley es sólo expresión del dominio de una clase social, como también combatimos aquella tesis de que quienes se oponen a tal dominación se encuentran cubiertos de una justificación política y moral para violentar la legalidad. La realidad de los hechos demostró que tuvimos razón y a final de cuentas el dogma resultó falso, pues en lugar de contribuir a terminar con la dominación de clase, posibilitó que surgiera otra forma de dominación más feroz y despiadada. Esto es lo que sucedió, para poner un ejemplo, con los regímenes totalitarios del nazismo y del estalinismo.

López Obrador no participó de esos debates en el seno de la izquierda, y por ello mismo, su visión sobre el tema de la legalidad es más rústica y primitiva, aunque le conduzca a la misma conclusión de los dogmáticos de la izquierda. Esta es: si la ley no sirve a mis propósitos no estoy obligado a respetarla y ello es moralmente justificable. Esto lo decía López Obrador cuando era opositor y lo dice, con mayor énfasis, siendo el presidente de la república.

En el nombre del “pueblo” y en el de sus creencias morales, el presidente López Obrador ignora y desprecia las leyes existentes y las substituye por su particularísimo pensamiento. Afirma, por ejemplo,  que sobre la ley,  la justicia,  pero la idea de justicia es únicamente la que él concibe; dice que es liberal, pero tiene arrumbada a la constitución en un rincón de su palacio; se dice admirador de las leyes de reforma, pero actúa como un Ayatolá; repite que admira al sistema republicano, pero concentra el poder político como un emperador; fustiga los actos de corrupción cuando los cometen sus enemigos, pero los admite y consiente cuando los llevan a cabo sus familiares, sus allegados, sus aliados políticos.

En fin, que recurre a la ley cuando considera le conviene a sus objetivos políticos y personales, pero la desprecia y degrada cuando asume que su aplicación le afecta. Y es que el presidente considera que su legitimidad no está sostenida en la vida democrática y en un Estado de Derecho, sino en lo que él llama “el pueblo” y, por lo tanto, eso le conduce a considerar que la legalidad existente solo es un obstáculo para sus objetivos “superiores de “beneficio al pueblo”

Es así, que dinero procedente de actos de corrupción, en las campañas electorales de sus enemigos, es un acto ilegal y condenable, pero dinero procedente de mismos actos de corrupción pero utilizado en su propia campaña electoral o en las de sus aliados, es un acto moralmente legítimo,  pues son,  dice López Obrador, “aportaciones a la causa de redención del pueblo”.

En sentido diametralmente diferente, una izquierda democrática debe asumir que cualquier definición del Estado debe hacer referencia al principio de legitimidad, pero sobre todo a los atributos específicos del poder político encarnados en la legalidad, la eficacia y la eficiencia (Arnaldo Córdova. Estado de Derecho y cambio político)

Legitimidad y legalidad son dos requisitos de un poder democrático y que es al que la izquierda progresista debe aspirar.

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