El género humano cuenta con un método tan eficaz para medir sus deficiencias que incluso las provoca. Basta colocarse en la fila de un buffet para conocer las debilidades ajenas y descubrir las propias.
La idea para este estudio se me ocurrió después de una larga sesión sobre la necesidad de una izquierda democrática en nuestro país. Nos reunimos durante cinco horas en el inmenso salón de un hotel de la Ciudad de México donde diversos oradores describieron los agravios de la desigualdad, la injusticia y la discriminación, y propusieron la solidaria creación de una comunidad que no privilegiara el “yo” sino el “nosotros”. Después de la última ovación, estábamos dispuestos a cambiar el mundo, pero algo nos distrajo: de un salón adyacente salió el tentador aroma del cilantro.
Nos formamos ante distintas mesas que ofrecían antojitos mexicanos. Me tocó detrás de un señor de espalda tan ancha que impedía ver los guisos, así es que me guié por el olfato. Cuando ya estábamos cerca de la charola providente, advertí que me había puesto en la fila de los chiles rellenos. Un instinto milenario me había llevado al guiso correcto, pero no tuve oportunidad de celebrarlo. Quedaban cinco chiles en la bandeja y el hombre que me antecedía tomó los cinco. Para disimular gritó: “¡Chata, Pedro, Tobías…!”, como si hubiera hecho cola por otras personas. Aquel glotón tenía tantos heterónimos como Fernando Pessoa y devoraría los chiles en nombre de la Chata, Pedro y Tobías.
Cinco horas de arenga sobre la equidad no habían servido de nada. No caeré en la aberración reaccionaria de suponer que eso sólo sucede en las reuniones de izquierda; sin embargo, es particularmente contradictorio que luego de tanto hablar de repartir se activara la voracidad. Contemplé la charola vacía, a excepción de una pequeña costra empanizada que sostuve entre el índice y el pulgar como un símbolo de la precariedad. Cometí el error de comérmela (estaba tan rica que me dio más rabia que se hubieran acabado los chiles).
Una amable mesera nos informó que no podían volver a surtir esa delicia, pero podíamos formarnos ante otras mesas para comer “algo diferente”.
La más firme de las ideologías es derrotada por un buffet. En ese entorno, la única manera de impedir reacciones egoístas consiste en repartir cupones de racionamiento como en el sitio de Leningrado. Entregado a su libre albedrío, el ser humano acapara cinco chiles rellenos.
En pocos sitios caemos tan bajo. El sujeto en trance de buffet atiborra su plato sin pudor alguno. Sólo en esa cuestionable franja de la vida en común alguien coloca una chuleta de cerdo junto a una gelatina verde. “¡Al cabo que todo se mezcla en la panza!”, me dijo un defensor de esas arteras combinaciones. Desde luego, todo eso va a dar al vientre que tratamos como un lejano más allá, pero la civilización necesita clasificaciones.
Esto nos lleva a la lógica del buffet, es decir, a su ilógica. El abecedario y la aritmética dependen de la noción de secuencia: cada letra y cada cifra van antes o después de otra. El buffet elimina la sucesión y las jerarquías: el tembloroso flan convive con chilaquiles rojos. La gente provoca ese batiburrillo por temor a que se acabe el postre y falta de adiestramiento para sostener varios platos a la vez.
En el buffet los alimentos no se combinan; se revuelven. Su principio rector no es la calidad sino la cantidad, lo cual fomenta una peculiar psicología, marcada por la angustia de no llegar a la postrera aceituna y la sed de abundancia que sólo se despierta al estar ahí.
Como el cliente sospecha que le dan cosas baratas, procura comer mucho por el mismo precio. La persona que se sirve seis salchichas en el buffet del desayuno, se está ahorrando el almuerzo. ¿Y qué decir de los que llevan un tupper para posponer lo que no alcanzaron a probar?
La necesidad de formarse para recibir comida deriva de los duros ámbitos del internado, las barracas militares y el presidio. El buffet agregó a ese sistema la arriesgada libertad de elección. Al hacerlo, ofreció la más contundente crítica al juicio individual. Nada de lo que ahí ocurre es edificante, nadie mejora en ese entorno, nunca hay cangrejo moro.
La última vez que fui a un buffet me decepcioné profundamente de los demás (y eso que me quedé con la última enchilada).
Este artículo fue publicado en Reforma el 29 de noviembre de 2019, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.