Hay un problema con la representación de obras de Samuel Beckett en la Ciudad de México. Entre los desfiguros de años recientes, por mencionar sólo uno de innumerables ejemplos: un personaje vagabundo que expresa su hambre fue interpretado por alguien que exhibía los notorios resultados de visitar el gimnasio. Una puesta en escena de 2013 sintetiza la suerte de Beckett en esta urbe, o más precisamente, pone en evidencia la dificultad generalizada entre los actores para interpretar sus obras. El monólogo —adaptación de un relato— estuvo a cargo de alguien que más recientemente ha figurado en una telenovela muy vista de Netflix. En esa ocasión el personaje de Beckett también era un vagabundo. Pero el célebre histrión lucía un atuendo impecable (el actual presidente del país sabe caracterizarse mucho mejor: ensucia sus propios zapatos para tomarse fotografías con la vicepresidenta de Estados Unidos). Siguiendo la lógica mexicana de la fama, el rostro del actor mostraba una barba cuidadosamente recortada y cepillada. ¿Insuficiencia para escapar de la vanidad?
La excepción sucedió con la actuación de Nailea Norvind, en 2014, en el programa de cinco de obras breves de Beckett —con diferente director cada una— “No queda nada que decir”. Norvind —famosa como villana de telenovelas— daba en el clavo del espíritu de Beckett. Pensé que podría ser la única persona capaz de representar adecuadamente al autor en México. La actual temporada de La última cinta de Krapp en La Gruta del Centro Cultural Helénico —del 13 de agosto al 11 de septiembre de 2022—, parece ofrecer otra oportunidad para la dramaturgia de Beckett, pues la dirección está a cargo de Sandra Félix. La directora se ha interesado en el estudio de la obra de Beckett, ha sido responsable de puestas en escena de diversos autores y varias de ellas son ya legendarias. Montó en dos ocasiones, con un par de décadas de distancia, un programa de tres obras de Elena Garro, “Este paisaje de Elenas”. Cualquier futura representación del teatro de Garro debería tener la referencia de lo que Félix creó.
Beckett escribió La última cinta de Krapp, en inglés, en 1958. Es un monólogo en que un anciano oye la grabación que hizo en su cumpleaños 39 y realiza una más al cumplir 69. Luis de Tavira (1948) funge como el actor de la pieza, aunque es más conocido como director teatral. El programa de mano califica a De Tavira como “amigo” y “maestro del arte teatral”, lo que quizá sea parte del obstáculo para dirigirlo pertinentemente. La deferencia ante De Tavira está muy extendida, pero no debería distorsionar la percepción de este trabajo. Rafael Pérez Gay anota: “Luis de Tavira es garantía”. Braulio Peralta escribió que De Tavira interpretaría el personaje con “sabiduría”, atribuyéndole que “pocos actores llegan a esos registros”. Esto resulta inexplicable, pues quizá el desempeño de De Tavira sea adecuado para otro tipo de comedia, pero no para el negrísimo humor de Beckett.
Según Peralta habría correspondencia con las “acotaciones”, lo que no es así. No hay “un viejo deteriorado”, ni viste pantalones “de un negro herrumbroso”, ni un chaleco “muy deslucido”, ni camisa blanca “mugrienta”, ni “sucias botas blancas”; mucho menos tiene la “nariz violácea”, ni el pelo “en desorden”, ni el de De Tavira es un personaje “sin afeitar”, sino más bien pulcro y sin posibilidad de desaliño. De manera semejante, la escenografía no sigue “al pie de la letra” el texto de Beckett: opta por una exigüidad a lo Luis Barragán, aunque Krapp sea un acumulador simultáneamente meticuloso y desordenado. Sin embargo, no es que deba haber apego estricto al texto: los logros de la directora Félix tienen que ver también con sus interpretaciones de las obras. Pero la efectividad en escena requiere de algún tipo de coherencia.
La autoridad que se otorga a De Tavira lleva a que el mismo programa de mano se refiera a que “su profundidad intelectual, filosófica y espiritual enriqueció el estudio del universo beckettiano”. Lo importante no es la interpretación arbitraria que De Tavira hace de Beckett —sino su desempeño actoral— pero lo que dice es revelador, pues según él, en La última cinta de Krapp: “En el fondo hay un alegato por lo humano desde la fenomenología de la deshumanización” y “Beckett es un poeta rabioso de absoluto en la era del nihilismo”. Como si Beckett enfrentara la nada con el absoluto.
Encuentro algo distinto: De Tavira impone una lectura desde una religiosidad popular —revestida con el vocabulario de una filosofía fechada— apelando a nociones que están fuera del horizonte de La última cinta de Krapp. Las concepciones de Beckett trascendieron esas posturas al escribir sus obras y a 33 años de su muerte persisten inaprehensibles para muchos, aunque le declaren admiración. Insisto: la cuestión no es desear una representación ortodoxa de Beckett, sino que De Tavira no construye una alternativa. Su trabajo físico pasa de un supuesto caminar difícil —claramente impostado— a despliegues de flexibilidad, ni en uno ni en otros se refleja algún peso, de tipo alguno, sobre el personaje. En vez de observar a Krapp, un hombre con problemas digestivos, reviviendo el fracaso amoroso —como expone su cinta— el público pareciera estar ante un abuelo que aguarda la visita de sus nietos, si acaso, con fastidio. Los calcetines de diferente color del personaje en la puesta en escena no lo remedian.
La radicalidad del planteamiento literario de Beckett persiste con todo y su ilusoria normalización desde el premio Nobel de literatura en 1969. Hoy, el enunciado beckettiano —proveniente de Rumbo a peor (1983)— “Fracasa mejor” es manipulado para sugerir que significaría la dificultad del camino al éxito y lo mismo se encuentra en imanes para refrigerador que tazas de emprendedores o memes de redes sociales. No obstante, en un mundo de distorsiones y falsedad, no es extraño que el fracaso sea producto de la coherencia. Beckett, por su radicalismo, logró aceptar el fracaso puro —sin retribución— aunque no lo padeciera literariamente. Beckett miró de frente la nada, no buscaba ni ofrecía un absoluto: revelaba el vacío que nos constituye, circunstancia que pocos vislumbran y aceptan. Los actores mexicanos que representen a Beckett podrían descubrir que hacer el ridículo no es lo mismo que fracasar.