Un amor

La película Un amor (2023) de Isabel Coixet es probablemente la más disfrutable de la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional esta primavera de 2025 en la Ciudad de México. Esto ocurre en una muestra cuya selección quizá indica un giro de programación hacia cineastas que no parecieran tener como centro de su actividad la exploración estética sino múltiples otros intereses, no necesariamente cinemáticos (aunque Bestiario Films, la empresa distribuidora de Un amor, también tiene en cartelera la competente Un domingo interminable). Coixet (1960, Barcelona) no sólo tiene el oficio que le da un cúmulo de cintas de ficción, documentales y episodios televisivos sino la capacidad de levantar un argumento que podría haber llevado a un fracaso monumental para convertir el filme, en cambio, en material digno de atención.

La película de Coixet se proyecta en la Cineteca Nacional.

La trama de Un amor proviene de la novela homónima de Sara Mesa, adaptada como guion por la directora y Laura Ferrero. El argumento es un planteamiento básico —como de manuales de escritura— que enfrenta, de nueva cuenta, la civilización y la barbarie, oposición denigrada con balbuceos relativistas por la supuesta intelligentsia contemporánea. Para materializarlo coloca a una citadina atractiva y relativamente joven en un caserío español. El peso de la civilización juega un papel desde el inicio cuando Nat (Laia Costa) se guarda su opinión ante el riesgo de enemistarse con un lugareño ridículo que asegura inspirarse “en Neruda y en la luz” para hacer vidrieras y entiende “dialecto” como lenguaje primitivo de “vocabulario más reducido” (cuando es meramente variación local de una lengua). Los vecinos de Nat que van al pueblo sólo de fin de semana muestran el desvarío que lleva a padres de lengua española a hablar en inglés a sus hijos y a preguntar a la protagonista “¿comes carne?”, como retorcida adaptación al paradigma de que dejar atrás el ser omnívoros sería deseable y no sólo incoherente ocurrencia buenista (Nat objeta la piscina de sus vecinos como ambientalmente “irresponsable”). A esa madre —y no sin razón— le preocupa que el perro de Nat muerda a sus hijas, plena vuelta a un ambiente en que se está a merced de animales. Y el caserío, en fin, es retratado como comunidad en que hasta opera el intercambio de los escasos productos que ahí se generan. La danza final de Nat podría entenderse como despedida y regreso a la barbarie.

El amorío de Nat tiene una cualidad primigenia y eso constituye el principal interés de la película de Coixet. Quien termina de su amante, El Alemán (Hovik Keuchkerian), es un gigante obeso. Emergen otros asuntos, como el agresivo machismo de su casero y la disfuncional timidez de Nat, quien trata de escapar de uno de muchos enfrentamientos con la frase: “La culpa es del grifo”. También están los varios asomos del deseo sexual masculino. Pero el centro es la relación de Nat con El Alemán. Las circunstancias llevan a su encuentro y una propuesta de él: reparar las goteras de la deteriorada casa de Nat, “a cambio de que me dejes entrar en ti un rato”. Y aunque el trueque no es inmediatamente aceptado, en el acto el inmenso hombre —vulnerable— pide ser mirado. Después, lo que fue traumático se convierte en atractivo. La explicación simplista sería argüir una especie de síndrome de Estocolmo, pero podría también abordarse considerando el misterio de la atracción: posteriormente ella lo busca sin mediar cortejo ni palabras. Pasado el tiempo, él afirma: “Podrías haber sido otra y yo también podría haber sido otro, en realidad siempre es así”, desde la sabiduría de lo aparentemente salvaje.

El Alemán y Nat se conocen en un caserío español.

El Alemán reacciona airado cuando Nat relata cómo habría terminado en el caserío, huyendo del trabajo directo como intérprete —“traductora simultánea en una oficina de mediación, en un comité para la admisión de refugiados”— que la hacía padecer emocionalmente (aunque sigue trabajando a distancia para la misma organización, mientras también traduce a Simone Weil). Contando su propia historia y la de su madre, El Alemán reprueba a Nat asentando lo evidente: hay “gente que lo pasa realmente mal”, que no puede cambiar su vida pintorescamente. De manera semejante, la vida de los vecinos de fin de semana tiene algo estúpido, a pesar de que es lo esperable de ellos y de que es vista como razonable y acaso deseable por otros citadinos. Son los contrastes entre el campo y la ciudad, la barbarie y la civilización. “Tienes cara de montaña cuando te corres”, dice Nat, él responde: “Le das muchas vueltas todas las cosas”. Pero, “El Alemán” estudió geografía, no es un bárbaro. Un amor se asoma a la complejidad de engancharse con algo que uno disfruta.

Nat ha dejado una vida en la ciudad y trabaja a distancia.

El paisaje no hace una película, pero puede ser envolvente. Las imágenes de la película de Coixet descansan en las mitologías de la naturaleza y lo rústico. Pero el contexto creado da pie a una razonable gama grisácea de colores —así como a momentos de un probable filtro verdoso— y a la constancia de la oscuridad. Es notable que en el filme junto con un quiebre argumental haya también cambio de ritmo: emerge el sosiego del tiempo en el caserío. Pueblo chico infierno grande, dice el refrán y Un amor es su ilustración. Una mujer con demencia lo declara: “ella le da fruta y él pone ladrillos”. Todos saben que ella va a casa de él y él nunca a la de ella. El pseudoartista que hace vidrieras termina compartiendo a Nat que la ve como: “una tía de 10 […] ¿quieres pasar la noche aquí conmigo?, ¿qué más te da?, ¿no?”. Pero como para cualquier enamorado, para ella su amante se ha vuelto su mundo. A Nat la azotan los celos, esa fuerza que cala en la persona y en su caso la llevan a vigilar buscando descubrir algo; para que después El Alemán rompa la relación y ella crea, como cualquier enamorado, que bastaría una conversación para arreglar las cosas.

El final —con grito, humor y falso misterio— es disparejo (hay que caer en tales adjetivos cuando la materia no da para más). Que el perro de Nat muerda la cara de una niña es clímax de irrupción de lo salvaje que desencadena otros desmoronamientos de lo socialmente esperable, todo en un relato cinematográfico contenido. Pero lo que es funcional en la fantasía —el fin de la civilización— es ajeno a la realidad de casi cualquier persona, pues todo ciudadano está inmerso en ella aun si su contexto es de lo más desfavorable. La referencia al trabajo de Nat, ¿es para congraciar al público con el personaje o, por el contrario, para alertarlo contra una mujer que se vive como en el lado heroico de la vida por seguir convenciones exhibicionistas actuales? ¿O estamos ante el contraste entre sufrimiento real y el casi imaginado (una toma muestra a Nat abrazada y consolada por la mujer que narraba su propia tragedia)? ¿Qué pasará con Nat? ¿Se reintegrará con humildad a la vida citadina? Un amor no ofrece respuestas, pero esto no es virtud, es apenas muestra de que Coixet ha logrado un ejercicio audiovisual competente pero no una gran película.

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