A Néstor se le mezclan los recuerdos como si estuvieran escritos en una partitura, o eso es lo que él siente cuando echa el tiempo cuarenta años atrás y, por ejemplo, mira la imagen del niño que lanza golpes a una sombra, e inexplicablemente escucha Stand by me. Le ocurre lo mismo frente a esa espléndida mujer tendida en la hamaca que lentamente, mientras disfruta el rostro sonrisa de Paul Newman impreso en una revista, desliza la mano derecha abajo del short de mezclilla dispuesta a introducirlo muy dentro en sus deseos y entonces es inevitable: los ojos entrecerrados de Sylvia Kristel son imposibles sin la banda sonora que le dio ritmo a la película.
Como ya se dieron cuenta ustedes, los pentagramas de la infancia de Néstor no comprenden las notas más comunes, vamos, no evocan la industria fílmica estadounidense que produjo sus propias interpretaciones de obras monumentales, para dar forma a eso que los expertos llaman como industria cultural, aunque, ciertamente, Néstor no puede imaginar el beso de la Dama y el Vagabundo sin la Bella Note o a Dumbo fuera de When I see an Elephant Fly; y ni qué comentar de Fantasía, digamos en particular, “Tocata y fuga” de Bach, porque eso podría conducirnos a senderos psicodélicos que a Néstor podrían apenarle casi tanto o más que los horribles clamoreos en los que él participó genuinamente: “Quisiera al mundo darle hogar y llenarlo de amor.. con un abrazo y buen humor… hay que compartir, el momento feliz”, igual que, y la comparación la hace él a menudo, All you need is love, una de las creaciones más anodinas de los Beatles pero que lo retrotrae a todo lo que él sabía de niño sobre la guerra de Vietnam.
Es curiosa la nostalgia de Néstor. Cuando se remonta cuarenta años atrás es como si tuviera su vida una especie de sound track y se remite a “Hotel California” al verse salir de la escuela primaria Luis Murillo, allá por la calle de Honduras, en el centro histórico de la ciudad de México. Este hombre ignora que en ese entonces un golpe de estado en Argentina instauró un régimen militar pero se remite muy emocionado el tema musical de Rocky (es más, ahora mismo ha interrumpido las remembranzas para poner su disco de acetato y hacerlo sonar tan duro en el viejo departamento que ocupa, por allá en la colonia Del Valle). Cuando Néstor fue niño, por allá en noviembre de 1976, ni siquiera escuchó decir que un señor que se llamó Julio Scherer había fundado la revista Proceso (Néstor se dice esto mientras aún suena la banda que le dio tanto éxito a Sylvester Stallone).
Entre la mirada de los evocaciones musicales, hay un instante en particular en que el tiempo se detiene para Néstor, igual que la misma imagen que está como suspendida frente a aquel televisor en blanco y negro. Él no sabe que eso ocurrió el 18 de julio de 1976 y menos si era de noche, en la mañana o al atardecer. Nada más está frente al televisor viendo cómo un cisne blanco abre las alas majestuoso y soberbio en tanto que Néstor vuelve a desplegar los brazos como lo hizo en aquel entonces. El niño apenas nota la mirada ausente del cisne. Lo embelesan sus movimientos gráciles y firmes: baila, es el ave consagrada a Apolo, el dios de la música. El cisne está bailando. La pista es suya y está deslumbrando al mundo desde las tierras de Montreal. El cisne alarga el cuello y extiende las alas otra vez (con los ojos grandes desprendidos de sí, ajenos a la proeza, ejecutando la partitura que le marco la disciplina de hierro. Ahora Néstor comprende la tristeza del ave).
Les decía que el cisne está suspendido en el aire y ahora desliza las alas entre el agua. El planeta está oyendo el arreglo para piano de “Yes sir, that’s my baby” y luego “Jump in the line”, pero eso no es lo que recuerda Néstor. Esas imágenes tienen otra música, es “Cotton ‘s dream” y fue empleada semanas después para hacerle un tributo a la gimnasta de 14 años que, entonces en efecto, soñaba sueños de algodón, como lo dijo años después al exiliarse en Estados Unidos.
Ahí está el piano y Néstor mira a la niña. También están los violines y el niño sigue los saltos de Nadia Comaneci tan desprendida de todo como si se estuviera liberando de algo o alguien o simplemente disfrutando de un instante formidable. Para el mundo, el diez perfecto, el registro en la historia, y sin duda, el recuerdo de aquellos que fueron niños. Para el cisne, fue la primera vez que sintió la libertad.