Como tantas veces, reitero que la valoración del cine —como del resto de las artes— no es arbitraria o, como lo pone el difundido eufemismo coloquial, que el resultado de la apreciación sería tarea “subjetiva”. Por el contrario: sí es posible saber cuál es una buena película y cuántas —la brutal mayoría— serían prescindibles de no ser porque revelan el nivel creativo de casi todos los realizadores: pastura de públicos, incluyendo los minoritarios que carecen de mérito. Por ejemplo, afirmar que David Lynch habría sido el más importante cineasta de lo que va del siglo XXI es prueba de desconocimiento del arte cinemático de cualquier tiempo, severa demostración de insensibilidad estética y síntoma de general aturdimiento. Sin embargo, las confusiones abundan. La película Cónclave (2024), del director Edward Berger, cuenta en su elenco a Ralph Fiennes e Isabella Rossellini, se encuentra estos días nominada a vistosos premios en varias categorías y en la Ciudad de México pareciera validada por su proyección en la “Cineteca Nacional” del Centro “Nacional” de las Artes. Las apariencias engañan.

Una historia en que el conjunto de los protagonistas y la casi totalidad de los personajes son hombres hoy parecería condenada a no ser atractiva, pero esa no es la verdadera debilidad de esta obra. Cónclave es la historia ficticia de la elección de un nuevo papa, con la predecible intriga de facciones y la tensión en la amistad de personajes clave; todo comunicado por parlamentos sin cualidad teatral sino explicativa. En el mismo sentido —de nuevo repitiéndome— lejos de abordar un tema urgente —lo que tampoco justificaría la obra— esta cinta, como tantas, habla de lo que sus fabricantes creen oportuno para colocarse en la conversación. Así, el director pasa por alto aportar algo individual, que es la manera de entrar en diálogo con la tradición y los contemporáneos. Por eso Berger —y el redactor del libro en que se basa esta narración audiovisual— simula el tiempo presente en detalles como la colocación de bloqueadores electrónicos en la Capilla Sixtina o el debate sobre la competencia mental del recién fallecido papa por la actual longevidad incrementada que nos enfrenta a enfermedades crónicas. En Cónclave —sin esperar debates teológicos en ella— Berger simplifica los conflictos de la iglesia católica a una división entre “liberales”, sin siquiera sospechar que no lo son, y una suerte de reaccionarios provenientes de cualquier parte del mundo, desarrollado o del casi desahuciado: conservadurismo multicultural.
Ahora bien, hay quienes consideran que es viable defender un filme por cuestiones técnicas. Peor aún, algunos confían que hallar en este campo elementos describibles es evidencia de valor. Omiten que esto puede ser meramente producción de características colocadas precisamente para ser encontradas con facilidad y por pretendida pertinencia de época. En Cónclave, con una cámara sumamente móvil a momentos, no faltan tomas simétricas, uso de acercamientos extremos que se acerca al abuso, coloración fría constante y coherente con la trama (como la musicalización comprensible para cualquiera no alejado de la cultura global vigente) y, en fin, fotografía razonable a la que falta originalidad y es de accesibilidad que participa de la convencionalidad y el olvido. La pretendida belleza de viñetas multirraciales e imágenes falsamente sorprendentes de cardenales fumando o abismados en sus teléfonos celulares, evidencian ausencia de criterio y de una mirada personal.

La técnica está también en la composición: el cardenal Tedesco es tributo a la cómoda superstición de la creación de personajes por medios mecánicos. Tiene características atribuidamente distintivas como fumar cigarro electrónico y su acentuada intolerancia se corresponde con el significado de su apellido (“tedesco” en italiano es “alemán”, guiño nada sutil al espíritu fascista del personaje). Aunque Tedesco no es el único malo: buena parte de los cardenales parecen dispuestos a cualquier cosa por su bando y su propia voluntad de poder. Las subtramas van desde el terrorismo islamista —apenas oído en el encierro vaticano— hasta la intriga para revelar el pasado sexual de un cardenal. Pero la mayor debilidad de Cónclave proviene de un as bajo la manga —deus ex machina que, sin embargo, es ofrecido como crítica hacia el machismo de la iglesia y muestra de conexión del filme con la diversidad de nuestro tiempo— que no por absurdo fue moderado por la cadena de responsables del proyecto: un cardenal secreto, mexicano en Afganistán con cirugía programada en Suiza, de apariencia masculina y portador de un útero en sus entrañas; así como cómplice del papa que ha muerto, con, acaso, la intención de liberalizar el catolicismo para siempre. Cónclave: gato por liebre.

El notable programador y crítico cinematográfico Roger Koza aplica en sus reseñas breves una escala de calificación que va de las “obras maestras” a las cintas “sin valor” (en medio están: “hay que verla”, “válida de ver” y “tiene un rasgo redimible”). Yo no creo que la crítica exista para dar recomendaciones, pero, en cambio, estoy seguro de que tiene como una de sus funciones identificar lo problemático. En este sentido, la película Cónclave es un filme sin valor. No sólo hay un reparto desperdiciado —aun si su protagonista o alguien más resultan premiados—, padece las ridiculeces que he mencionado y otras cuestiones que los espectadores inteligentes encontrarán, sino que carece de algún “rasgo redimible”. Uno se encuentra con cintas lamentables que cuando menos ofrecen algún plano interesante. Pero esta película es apenas ordinario suspenso en la cumbre del poder: forraje para el morbo. El producto audiovisual de Edward Berger es una bajeza, no por su papa hermafrodita, sino por carecer de cualquier genuina audacia. En cine, la salvación por cierta competencia técnica —fotográfica o histriónica— es tan absurda como halagar la ortografía de un escritor.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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