Lo llamaré Charly Girón, aunque en el mundo de los hechos gana becas con otro nombre. Cuando lo conocí vestía enteramente de negro. A su lado, quien usara una prenda de color parecía pertenecer al enemigo. Charly quería poner bombas para ser famoso y convertirse en un ícono digno de decorar camisetas, sin pasar por las molestias de la clandestinidad. Su insurrección merecía inmediato reconocimiento de las demás fuerzas beligerantes, es decir, del público.
Trabajaba en una agencia de publicidad donde inventaba motivos para que la gente comprara lo que no le conviene. Esto no le parecía contradictorio con su temperamento radical. Además, necesitaba dinero para ropas negras.
Los fines de semana escribía cuentos sobre su vida interior. Por desgracia, sus anuncios de jarabes para la tos eran más convincentes que sus relatos. Al darse cuenta de esto, decidió promoverse como un jarabe para la tos. Fue a las presentaciones de autores reconocidos y los abordó con voz meliflua, fingiendo que los idolatraba. Les mandó sus manuscritos con dedicatorias obsecuentes, esperando que lo recomendaran a alguna revista.
En México, los logros literarios apenas se distinguen del fracaso. Publicar un libro es tan excepcional que no importa cómo circula (quien vende dos mil ejemplares califica como bestseller en un país con ciento treinta millones de habitantes). El caso es que Charly logró colarse. Era poco conocido, pero “estaba ahí”.
Sus técnicas de autopromoción lo llevaron a cortejar a un célebre novelista afecto a los jóvenes. Así logró publicar en una selecta editorial. La seducción hubiera sido menos aviesa si después de recibir el contrato por mensajería, Charly hubiera cumplido la parte corporal que le correspondía, pero huyó antes de que eso sucediera, con argumentos de orgullo machista que le permitieron sentirse como el Che Guevara.
Su sed de notoriedad se alimentaba de carencias comprensibles (el abandono de la madre, la infancia en un pueblo sin otro estímulo cultural que una cancha de basquetbol, orejas de vampiro, calvicie prematura). En su caso, el arribismo coexistía con la negación de los demás: odiaba a la gente de la que dependía. “Si te detesta, es porque le hiciste un favor”, me dijo alguien que lo había tratado lo suficiente.
No creo perder el tiempo al describirlo, pues representa un ubicuo arquetipo de la época. Su carrera basada en halagos despegó en una sociedad cortesana donde los pajes buscan el favor de príncipes que aspiran a una audiencia con el rey. Pero el problema de la notoriedad es que se nota. Tarde o temprano la gente repararía en lo que sepultaban los libros de Charly. Nuestro autor se vio relegado a una periferia en la que ya sólo era “ése de negro”.
De no ser por Internet, habría caído en el olvido. Fue la primera persona que supe que tenía un blog. Decepcionado, me dijo que la mayoría de los comentarios que recibía eran negativos. Le sugerí que no los leyera o eliminara esa función, pero me dijo que esa nueva forma de comunicación debía ser interactiva. “Si te insultan, te toman en cuenta”, comentó.
Así descubrió que en la red el odio es una forma del proselitismo. La gente lo podía seguir por morbo, desprecio o simple curiosidad en los derrapes de la condición humana, pero lo importante era que lo seguía. En Twitter nada es tan elocuente como la estadística.
Ya inmerso en las aguas digitales, decidió que todas las personas que lo habían ayudado eran canallas, pasó del oportunismo al rencor y asumió uno de los más notorios avatares de la realidad virtual: se transformó en hater de tiempo completo.
Ignoro cómo logra detestar al prójimo desde que desayuna las galletas con chispas de chocolate que tanto le gustan. Lo cierto es que ejerce lo que Rafael Sánchez Ferlosio, Premio Cervantes de Literatura, llama “la moral del pedo”: no soporta la podredumbre ajena mientras disfruta la propia.
Charly Girón despotrica contra el patrocinio oficial a los artistas y luego pide un apoyo. Esto no altera su conciencia porque hace mucho que esa zona de su mente sólo se dedica a darle la razón. Los cambios del mes de julio encontraron en él a un perfecto gesticulador: repudió a quienes apoyaron a López Obrador en 2006 y desde hace unas semanas repudia a quienes no lo apoyan.
Un hombre de su tiempo.
Este artículo fue publicado en Reforma el 20 de julio de 2018, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.