Hubo un tiempo en que la gente confesaba haber escrito versos como “pecados de juventud”. Toda persona sensible pasaba por eso. La poesía era el inevitable acné que afectaba en la adolescencia y desaparecía sin dejar otro rastro que unas páginas de confesional cursilería. Es posible que hoy ese impulso se haya desplazado a los memes y los mensajes de triple emoticón.
Pero hay personas afortunadas que nunca se jubilan como jóvenes. No me refiero a quienes se tiñen el pelo en un desesperado intento por engañar al mundo, sino a los entusiastas que actúan como si acabaran de descubrirlo todo, incluyendo que el agua se moja.
Hace un cuarto de siglo conocí a un representante de la eterna juventud. Naturalmente, se veía viejísimo. El descuido pueril se expresaba en una desordenada melena blanca y una barba que tal vez impresionaría menos ahora que los vikingos se han puesto de moda. Llevaba pantalones de mezclilla sujetados con un mecate y botas curtidas por el polvo de infinitas excursiones. Recordaba al Dr. Atl cuando aún tenía las dos piernas. Todo en ese hombre sugería a un artista dispuesto a caminar muy lejos para presenciar el nacimiento de un volcán.
Lo conocí en la Casa Reyes Heroles durante un recital de “poesía espontánea” al que me invitaron mis alumnos de la UNAM. Cualquier joven podía alzar la mano y leer sus versos. Pero no todos se animaban. La primera en leer fue una poeta que demostró que no necesitaba pasar por años de confusión para corregirse después. Ya era extraordinaria. El aplauso que le concedimos fue seguido por un colectivo ataque de timidez. Después de los versos con los que la primera lectora se había lanzado al fondo de sí misma, nadie quería hacer el ridículo.
Crucé una mirada con uno de mis alumnos, como un mánager de beisbol que invita a un jugador a robarse la segunda base. Él sonrió de modo resignado y no me hizo caso.
Entonces, el hombre de barba se puso de pie y dijo: “Aquí Blanquita trae su poema”. Una chica se dirigió al escenario y leyó una simpática oda al Volkswagen “achaparrado”. Eso rompió el hielo y los voluntarios para leer se sucedieron unos a otros. Como siempre, hubo poemas donde el mar y el cuerpo eran lo mismo, citas de Rimbaud y Eliot, alusiones a la soledad y el vacío que sólo sienten quienes tienen la vida por delante. Algunos alardes vanguardistas envejecían al siguiente verso y ciertas palabras brillaban como vidrios rotos.
Poco a poco, el recital se transformó en una especie de asamblea. Todos alzaban el cuaderno que los acreditaba como poetas. En medio de esta efervescencia, el hombre de la barba se ponía de pie y volvía a intervenir: “Compañeritos”, decía con una voz gastada, más cercana al movimiento ferrocarrilero que al 68: “aquí Gonzalo trae su poema”. Su insólita presencia hacía que sus recomendaciones fueran inapelables. Ninguno de sus recomendados alzó la mano por sí mismo. Pensé que pertenecían a un taller de fuertes jerarquías. Si los novilleros esperan que un primer espada les conceda la alternativa, ellos aguardaban la venia de su maestro.
Al cabo de dos horas ya era imposible retener todos los estímulos del torrente literario, pero quedaba claro que México era un país de poetas.
De pronto, algo se insinuó en el ciclón de las metáforas. “Aquí Trinidad trae su poema”, dijo el hombre, y escuchamos palabras que habían sonado antes, algunas de lírica ruralidad (“alcanfor”, “alpiste”, “magnolias”) y otra que surgió para manifestar modernidad y ya era anticuada: “sanforizado”.
Los jóvenes que el hombre de la barba mandaba al escenario no eran sus alumnos; eran los lectores de sus poemas. No podía presentarse en un foro para jóvenes, pero podía hacer que otros lo hicieran por él. Curiosamente, la palabra que lo delataba (“sanforizado”) tenía que ver con la intención de preservar una tela y evitar que se encogiera.
Cuando terminó el acto le pregunté si era poeta y contestó: “Nadie es perfecto”. Quise saber si había publicado y dijo con orgullo: “Lo importante es la poesía, no el poeta. Vivo para que me desconozcan”.
Si no ha muerto, ese joven poeta debe tener cien años.
En la pared de una papelería, en un veloz graffiti o en un epígrafe sin firma he creído reconocer su estilo, a un tiempo peculiar y anónimo, la voz de todos y ninguno, el impulso con que la lengua se renueva a sí misma.
Este artículo fue publicado en Reforma el 05 de febrero de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.