Hoy a mediodia me enteré por mi mamá que Gualberto Antonio Castro Levario se encontraba grave y, horas después, leo en los medios que murió a los 84 años víctima del cáncer en la vejiga, entre otros padecimientos que tenía (y aun así trabajó casi hasta el último momento)
Gualberto Castro fue un referente de mi infancia, nacido como yo en la colonia Guerrero de la ciudad de México, siempre fue ejemplo de mi familia paterna de lo que implica el esfuerzo y la disciplina (y también, claro, motivo de presunción y pose al presumir éxitos de otro como si fueran propios). Él quiso adoptarme, a lo que mis padres se opusieron, por lo que desde la niñez seguí sus pasos, no tuvimos más que tres o cuatro encuentros, como integrante de Los Castro –son primos, no hermanos–, escuché varios discos y varias canciones me gustaron, por ejemplo, “Hasta que vuelvas…”, también los vi cuando alternaron con Maonella Torres y Verónica Castro y, naturalmente, en 1975, tendría yo casi diez años, celebré su triunfo en el festival OTI con la canción “La felicidad”, escrita por Felipe Gil. (Es una canción algo bobalicona pero me gusta mucho cantarla aunque prefiero “Canta, canta…”; “Qué mal amada estás” y la ya mencionada “Hasta que vuelvas”).
No fue mi bohemio preferido ni un tío entrañable pero sí fue una motivación sino para cantar o bailar, Gualberto bailó bien o al menos mejor de cuando condujo el programa de televisión “La Carabina de Ambrosio” -creo que fue muy mal cómico–, fue una motivación, repito, para desempeñarme lo mejor posible en la esfera de mi profesión.
Dejé de ver a Gualberto Castro a los siete u ocho años, lapso en el que sólo intercambiamos saludos a través de mi tía Martha Levario, hermana de mi papá, y primos hermanos ambos de él. Es decir, tenía unos 42 años sin verlo cuando, hace más o menos dos años y medio, lo encontré casualmente en una farmacia. Yo iba con mi hijo mayor, Emiliano, quien conocía de él lo que hace unos minutos les platiqué. Era una tarde fresca, cerca de las tres, y él estaba en la fila para pagar su medicamento. Yo me acerqué a saludarlo y estaba apunto de decirle mis referencias cuando me interrumpió con amabilidad, me dijo que sabía quién era yo y que me había visto en la televisión y leído mi revista (“diriges una revista muy importante”, dijo), le respondí presentándole a mi hijo a quien le dio un afectuoso saludo; platicamos un poco de su carrera y algo de lo que yo opinaba del país hasta que él pidió un papel y, con una gran humildad que nunca olvidaré, me pidió que pusiera mi nombre y lo firmara. Soy yo quien le debería pedir el autógrafo a Gualberto, le dije con la voz entrecortada a Emiliano quien nos miraba conmovido mientras el artista sonreía. Hice lo que pidió, nos dimos un fuerte abrazo y nos despedimos. A la salida de la farmacia Emiliano vivió el suplició de escucharme cantar:
“Quién tiene más miedo, el niño que teme a la noche
O el hombre ignorante, que nadie comprende…”
Y con esa imagen me quedo de Gualberto, alguien con quien pude vivir la vida y terminé por cantarlo de vez en cuando, como ahora mismo.