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Como en cada época, corren por el mundo movimientos políticos corrosivos, cada cual un monstruo con su propia historia, sus obsesiones, su carga violenta. Uno de tantos ha sido la marejada antiliberal que, disfrazada de progresismo, infectó, principalmente en Estados Unidos y Europa, universidades, organizaciones sociales, medios de comunicación y grandes empresas. Es una turba peculiar: inteligente y exitosa se disfrazó de justicia y sostiene que Occidente, en tanto idea, ya sólo debe existir para expiar por todos los tiempos sus culpas, entre las que destaca “el blanco”, ya no el color sino otra vez la idea, un “blanco” siempre racista y un racismo siempre “blanco”. Estas exclusiones en nombre de la inclusión son distintas ideológicamente, pero no en temperamento, a las hordas de aburridos que dejaron ya inscrito un 6 de enero en la historia gringa de sus infamias; y eso sólo fue una muestra del caudal de millones a los que les urge un desmadre tectónico para embriagarse con adrenalina, maldito grial ante la falta de sentido. Estos golpistas tienen ciertamente sus intersecciones con la derecha de la misma vocación, la eterna, siempre y en cualquier lado indicador infalible de enfermedad política, como se acaba de mostrar con la desactivación de un putsch en Alemania, recordatorio de lo que por esos lugares suele cocinarse.

Así van los colectivos frágiles, abrevando en pozos envenenados de neurosis y ansiedad. Uno de esos pozos se llama América Latina, fábrica de caricaturas tristes y trágicas. A los populistas de la cuadrilla regional les gusta ser sistema, y si el país en cuestión no los supiera valorar, pues de vuelta a la revuelta. A esta extorsión la llaman peronismo o castrismo o chavismo o bolivarismo o transformación; todos ellos inventando al enemigo para justificar su victimismo, el duro y dale con que ya viene el lobo, y sobre todo el destino manifiesto para cuidar la puerta. Producen etiquetas para los enemigos pero sólo delatan sus retruécanos psicológicos. Es el caso de una Cristina Fernández histérica, jefa de cochupos de altos vuelos y baja estofa, y que se erige en víctima de una “mafia” judicial y de “pelotones de fusilamiento”, figura ésta de tantito mal gusto para un país en el que una junta militar perpetró atrocidades de a deveras y se ajustició a una Constitución y a una nación apenas antier. Y está el caso del señor Pedro Castillo, un disfuncional travestido de izquierdista, que intentó un gobierno de excepción y acabó como un presidente más, o más bien, menos.

Los farsantes recibieron la simpatía del oxímoron mexicano, conservador y destructor, amigo de los disfraces, adicto a la hipocresía y enemigo de la República. Pero si uno se abstrae del ruido nervioso que taladran el vociferante y los suyos, y aparta el humo que generan, podrá ver que la mayor diferencia política en México no es ideológica, sino la que divide a quienes piensan que ganar las elecciones es ganar el poder, y quienes se esmeran en no perderlo, aunque pierdan las elecciones. Como en el título de la película de Giuseppe Tornatore, las elecciones serían, eventualmente, una mera formalidad. Y entonces quedaría claro que tanta demolición y tanto teatro habrían servido para corroer los límites de lo admisible, y para que nadie se llame a sorpresa cuando tengan que darse los golpes fuertes. Que serán contra las “mafias” y los “pelotones de fusilamiento” y los “conservadores”. Que son lo mismo. Faltaba más.

Autor

  • José Antonio Polo Oteyza

    Ha colaborado en el diseño y gestión de proyectos en los ámbitos de comunicación social, política exterior, seguridad. Actualmente es director de la organización social Causa en Común.

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