Una adolescente como de 16 años está acostada en la cama de su madre, mira sus piernas levantadas hacia el techo, sus hermanos, compañeros de camada la rodean, Patricia con la cabeza en el pecho pide: Hazme piojito; Tomás del otro lado, recostado en la panza duerme.
Esa que soy, se debate entre salir al parque a dar la vuelta o quedarse frente al tele. Pobre aparato con tan mala reputación, siento culpa y sin embargo, no quisiera moverme, el momento es perfecto. La resonante caja en medio del cuarto de mi madre (separada por fin de mi padre) me regresa la vertiginosa melodía del comienzo de Batman; la tarde promete, luego viene Hechizada y Los locos Adams; habrá que hacer concesiones con Tomás que va a exigir ver Deporte V o algún análogo. Paty a se aferrará a desvelarnos para ver Los ricos también lloran que, aunque disimulo, la espero también. Mamá salió con las tías, es seguro que irán a oír a Chamín Correa así que no la esperamos pronto. La semana que sigue nos toca casa de mi papá y entre oleadas de paz construyo el plan para eludir el compromiso.
Como Wanda la súper heroína Marvel, pero sin sus poderes, las series de TV me devuelven a casa. En mucho, esa nostalgia tecnicolor fue el principio de mi historia con el Mai. El empujón para escribir de programas, me lo dio Marco Levario, debo aceptar que mi pasión televisiva debió haberse translucido en una conversación y él fue quien me dio ese nombre y me sugirió escribir sobre los contenidos de ese medio. Me apasiona notar cómo las series fueron evolucionando y comenzaron a ofrecernos perfiles con argumentos tan sofisticados como la propia novela literaria. Por fin encontraba una justificación para hacer de mi vicio un objeto de estudio, así que las incorpore a mis clases de literatura como el señuelo para acercar a los alumnos a la literatura. Prision Break se convirtió en el gancho para El conde de Montecristo; Lost para La invención de Morel o El señor de las Moscas; Dexter para El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, etcétera.
Como no me gustan los disfraces fijos, guardo la máscara de teleadicta en mi cofre de fantasía, junto a los demás atuendos para contar. Tenemos los lentes de teleadicta, la máscara de la enamorada que no se cansa, el micrófono de la maestra del coro griego, y otros más que integran lo más honesto que soy. Uno es la suma de los ropajes con que se deleita, una capa en tres tiempos que gira en el centro presente hacia la comarca de la nostalgia y el suspiro de futuro.
Creo que habría que corregir el término de teleadicta, porque la Tele, sofisticado mueble/aparato electrónico ha sufrido una rápida evolución. Justo sería llamarme con honestidad, resignación y estoicismo, una pantalloadicta. Amo los contenidos en redes; los libros electrónicos y auditivos; los canales en streaming; las citas familiares, las clases a distancia por zoom o sus hermanos teams, incluso el tan formal Skype. Me resulta tan absurda la comparación entre los libros físicos y los ebooks, como las citas tradicionales o las elección “mágicas” de Tinder, vayamos más lejos, me resulta tan absurdo como los comparativos y justificaciones de éste miserable gobierno con sus antecesores. Tan ridículo como comparar al niño con el adolescente, al joven con el viejo, a las peras y las manzanas. Que yo sepa nadie convocó aquí a un concurso. Como he afirmado con vehemencia, algún día honraremos a estas pantallas que nos han mantenido con vida, entretenidos, conectados, y dejaremos de culpar a nuestros medios de nuestra añeja y primigenia estupidez y compulsión.
Veo televisión desde que abrí los ojos a la vida. Recuerdo al Gato Félix como quien recuerda el rostro de una tía abuela; o los concursos de Pelayo como si se tratara de una reiterada comida de domingo. Como mujer mucho del papel que desempeño en sociedad, bien o mal, se ha nutrido de las conductas que aprendo en televisión, y digo aprendo porque aún no sé ser anciana y tal vez Jane Fonda y su glamour, Silvia Pinal y su hiperactividad, Lili Tomlin y su rebeldía, Katherine Denuve y su elegancia, inoculen en mí alguna aspiración.
Reconozco cómo mi madre me emplazó mi primer disfraz, el de bella genio, cuando apenas podía hablar. Lo mandó a confeccionar a partir de un viejo vestido de noche hecho de los velos legendarios que eran más de mil. Por ello creo que mi predilección por esos personajes fue ante todo una herencia que acepté con un movimiento súbito de cabeza.
Posteriormente opté por la bruja Samantha, me resultaba más divertida y completaba el kit aspiracional de mujer de mi época: madre de familia, con una linda casa que organizaba y decoraba con sólo un movimiento de nariz, una familia de origen de magos y brujos muy divertida. Caigo en cuenta que Endora siempre me recordó a mi abuela Aurora (así de poderosa entre su clan, y tan segura de sí misma, con la misma nariz respingada) y la tía Clara era para mí la encarnación de la tía Magüicha. De algún modo tengo mi WestView donde tengo de rehenes a mis recuerdos.
Hay un espejo interesante en la mujer de la pantalla, y sin querer hacer de esto un “paper” (permítaseme el argot, dado que la influencia gringa “runs in me” y en casi todo mexicano desde que prendimos nuestra primer pantalla de bulbos) más bien quiero explorar la influencia que tienen los personajes femeninos de la tele en mí y que se fue desarrollando desde que las esperaba con impaciencia detrás de unas cortinas cromáticas, hasta hoy que hacen de mi vida en confinamiento un compulsivo atracón, motivo de largas charlas con mi Mai y objeto de intercambio entre amigos.
Basta que uno reproduzca la vieja historia de Lucy (I Love Lucy /Amo a Lucy) para intuir cuál era el papel de la mujer norteamericana de entonces. La mujer se volvía la estrella de la esfera doméstica pero ya no en lo oscuro, sino que su carácter fuerte y cómico desafiaba la adversidad de la postguerra, un nuevo ser con un pie en la casa y otro en escena. Los tropos televisivos comienzan a fijarse desde que este programa radial saltara a la pantalla. Miles de mutaciones comenzaron a colarse, ya fuera encarnada en bruja como Morticia, Lili, Samantha, Sabrina o Wanda. Madre de familia como Laura Petrie (The Dick Van Dyke Show/ El Show de Dyke Van Dyke) tradicional y bien casada; Shirley Partridge (La familia Patridge) viuda pero integrante de una banda de música con sus hijos; la connotada cirujano madre de Meredith Grey (Grey’s Anatomy/ La anotomía de Grey) que al intentar suicidarse por el abandono de su marido, recobra la sensatez y se convierte en un prodigio de la medicina; o las adorables octogenarias de Grace and Franky que buscan reconstruir sus vida tras descubrir que sus maridos son amantes. Mujer ejecutiva como Murphy Brown periodista ex alcohólica, que después de pasar por rehabilitación, logra encabezar su propio noticiero; Selina Meyer (VEEP) vicepresidenta de la nación más poderosa del mundo, siempre inconforme y luchando contra el presidente.
Me he mirado mil veces en ese espejo negro, incluso hasta las lágrimas. Ha sido duro aceptar los mil y un micromachismos normalizados (con risa de fondo) que no advertí por años, chistes de los que me reí hasta hoy que los reconozco como violencia. Mis propias trasgresiones por evitar la confrontación y buscar coartadas para seguir representando el papel de la esposa linda o de la madre de catálogo. Temo repetirme pero tengo que volver a contar cómo me hizo llorar la escena de Nicole Kidman en Big Little Lies (Pequeñas grandes mentiras) cuando en el diván de la psicóloga se da cuenta de que se ha vuelto violenta por contrarrestar la violencia de su marido. La escena me ayudó a elaborar las mil y un veces que no enfrenté el abuso de frente y me convertí en agresora. Shamless ha dejado de avergonzarme y acepto el alcoholismo como enfermedad de familia, unos han sido portadores, otros hemos sido cómplices.
El espejo más duro es la serie Kevin Can Fuck Himself, recomendación de Pato mi primo. Así como el mundo de Wanda Vision es un tributo a las SitCom (comedias de situación), esta serie es su mordaz crítica. La premisa del programa es la vida marital de Allison McRoberts, una mujer harta de su marido que poco a poco va despertando sobre la evidente conducta destructiva y manipulador de su pareja. La serie tiene dos registros o estéticas; la de la SitCom (risas grabadas, iluminación brillante y colorida, la típica sala de la casa familiar o algún otro recinto) cada que Kevin su marido está presente en su hilarante mundo, y cuando Allison se aleja, ya sea a la cocina, la típica cafetería a lo Sinfield, etcétera, la iluminación del estudio da paso a un espectro oscuro, la otra “realidad” de una sola cámara donde la cuarta pared se rompe y la protagonista nos confiesa: “Odio a mi marido'”.
Su antecedente concreto es la serie Kevin Can Wait (Kevin puede esperar) protagonizada por Kevin James un añejo actor de SitCom que ha participado en Everybody Loves Raymond (Todos aman a Ramón), The King Of Queens (El rey de Queens) y muchas más. La elección de la creadora (Valerie Armstrong) es metonímica, Kevin representa a todos los “hombres niños” de las series, entre los que podemos contar a Homero Simpson, el ya citado Raymond, Charlie Harper (Two and a Half Men /Dos hombres y medio) y todo hombre afecto al micromachismo y la manipulación cotidiana disfrazada de humor (la colección es profusa). Así que Kevin es un “macho gracioso” que elabora bromas a partir de su mujer.
Pero Allison no es inocente, sabemos ya de sobra que en una pareja no existe ese papel. Se ha conformado a su suerte jugando el papel que la sociedad aplaude, la buena esposa que se divierte ante los “chistes” de su marido, aprendió ya a manejarlo y evita la confrontación, juega a hacerse la tonta pero sus venganzas veladas son múltiples hasta llegar a la infidelidad y, tan tan tan: un plan para matarlo ¿No sería más fácil tan sólo dejarlo? Le pregunta Patty su amiga y vecina. Pero nuestra heroína teme la confrontación, el qué dirán, la pobreza. ¿Tendrá Allison el valor de irse o de matarlo? Ya lo veremos. Duele admitir que fui Allison por mucho tiempo. Como madre también me he visto en pantalla, pero eso me lo reservo para otra ocasión.
También fueron las series de televisión protagonistas en mi historia de amor. Héctor y yo como amigos, hablábamos de series y no precisamente amorosas. Fuimos flechados por Dexter, el asesino de asesinos, un lector de patrones de sangre que en lugar de leer el futuro adivina el crimen y de paso, extermina a los culpables. Culpables de un crimen amoroso nos entregamos entre capítulos, pero por fortuna no hubo muertos, aunque sí heridos y de eso ninguno de los dos nos sentimos orgullosos. Dexter colecciona, como buen criminal serial nostálgico, una memorabilia, souvenir de su propio crimen justiciero: una muestra de sangre de cada perpetrador.
Dexter siempre me recordó una de las primeras novelas que leí en la adolescencia: Hilito de sangre de Eusebio Rubalcava, así que imagino que en estas páginas que escribo se dibuja una mancha de sangre en el centro que comienza a desplazarse en una línea hasta mi próxima entrega.
Me excusó por no hablar de la telenovela mexicana, o las series nacionales. Habito mi propia interseccionalidad y respeto mis sesgos. Pertenezco a la clase media pro gringa de clóset, que repite hasta el hartazgo que odia a los estadounidenses pero muere por visitarlos, disfruta sus hamburguesas y se indigesta de sus historias. Cada día soy más consciente de los colonialismos, post colonialismos y mercantilismos de la globalidad, los consumo, los cuestiono pero vivo bajo su influjo como nativa. Lo mismo me pasa con la pantalla que amo y enjuicio como se hace con los familiar, con la gravedad que transitas y que te mata lentamente. Como el abrazo del amante que te subyuga y te sofoca.