Luego de la controversia de Joe Rogan y Spotify con Neil Young y otros cantantes, por sus contenidos antivacunas y que ya causó que el podcaster se disculpara (no, no es impecable, ni un crack), lo relevante es preguntarse por qué personas que suelen ser lúcidas y tolerantes defienden que alguien esparza desinformación o maltrate analistas en red nacional. Planteado de otra manera, ¿por qué la gente enloquece con las libertades?
Con plena honestidad intelectual, defender la “libertad” de alguien para difundir propaganda antivacunas equivale a reivindicar el derecho a que se enseñe diseño inteligente como teoría alterna a la evolutiva: ambos casos son absurdos. Las libertades son medios para alcanzar la felicidad de cada persona y, como todo medio, su uso está sujeto a la racionalidad: si esos mecanismos se emplean de forma inadecuada o desproporcionada, no estamos en presencia de una libertad, sino de un abuso. Abusa Rogan al propagar mentiras, igual que Ricardo Salinas con sus bulos en redes o el presidente al insultar a periodistas.
Hay quien considera que la libertad es un fin en sí mismo. Filosóficamente es muy cuestionable. Sí, es válido ejercer la libertad por la libertad misma, siempre que se esté sujeto al mismo parámetro de la libertad como medio: no dañar a los demás. Cuando alguien acapara productos, paga salarios de hambre o no paga horas extra, no ejerce su libertad, daña a alguien que por su debilidad no puede defenderse. Cuando desde el púlpito presidencial se ofende a activistas o periodistas, no se ejerce la libertad de expresión, sino que se abusa de un poder asimétrico del que un ciudadano es incapaz de salvaguardarse. De la misma manera se abusa cuando en un programa de debates se maltrata a los demás contertulios, amparándose en la asimetría de una supuesta superioridad moral woke.
La tunda que se llevó Rogan o las críticas a las ofensas presidenciales a Carlos Loret marcan claramente el camino a seguir en los temas de libertad de expresión: nadie tiene el papel de iluminado o poseedor de la verdad absoluta, mucho menos los gobernantes o los Social Justice Warriors (SJW), pero tampoco aquellos que se dicen libertarios (no lo son) y usan su libertad para imponer criterios, falsedades y abusos en general a los demás.
El sentido común implica regresar a la regla del liberalismo clásico: tu libertad termina donde empieza la mía y sabemos que la excediste cuando me dañas, bien porque me causas una afectación patrimonial, me intentas censurar o me quieres desinformar. Desafortunadamente, el manazo a Rogan no cambiará las cosas: seguiremos teniendo podcasters que diseminan barbaridades, autoridades que insultan periodistas y personajes instruidos que aplauden la difusión de mentiras. Por eso el cáncer woke se sigue extendiendo…