febrero 23, 2025

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Vine al mundo en el lejanísimo año de 1959 y mi infancia transcurrió entre misterios varios, porque misterioso fue que la señora que me daba catecismo tuviera barba y bigote o que mi maestro de biología diera cátedra diciendo frases legendarias como “no jóvenes, los murciégalos no existen en las suidades”. Sin embargo, el hecho más significativo asociado a mi nacimiento es que por algún azar cronológico marcó el inicio de la caída libre de nuestro glorioso cine mexicano, que en los sesenta generó propuestas de demanda penal en la que adolescentes imbéciles mostraban su rebeldía y cantantes como Enrique Guzmán y Angélica María nos asestaban canciones porque pasó la mosca.

En los años setenta la cosa se descompuso un poco más ya que las opciones se diversificaron a la baja; por una lado emergieron las películas de ficheras en las que destacadísimos actores como Alfonso Zayas o el Caballo Rojas conocían en el sentido bíblico a buenonas inyectadas con clembuterol que normalmente trabajaban en lo que hasta ese momento se conocía como “cabaret”, el tío abuelo de los table dance. La otra veta fue la del cine oficialista en el que los presidentes pusieron parientes en puestos clave, Echeverría a su hermano y López Portillo a la suya (su hermana). Dado que ambos personajes tenían el coeficiente intelectual de un pisapapel, pronto fuimos testigos de inversiones públicas que devinieron en bodrios verdaderamente lamentables.

Hace algunos años editorial Paidós me pidió en una encomienda suicida que hiciera un libro de ensayo sobre cine, con la irresponsabilidad que me es consustancial acepté y entonces se produjo “La sala oscura”, pero ello es lo de menos, lo de más, es que opiné que veía una cierta recuperación del cine mexicano con directores frescos y jóvenes. Un crítico de La Jornada me pasó un bulldozer por encima ante tal aseveración pero dijo algo verdadero “Fedro Carlos Guillén advierte en la entrada de su libro que no sabe de cine y lo cumple cabalmente”.

La reflexión anterior tiene que ver con el cine mexicano que entraña varias aristas, por un lado está la extendida idea de que “hay que verlo”. Por supuesto la premisa nacionalista es absurda y ridícula y equivale a que un servidor coma un plato de huauzontles (que me parecen vomitivos) porque son endémicos de este país. Sostengo que hay que ver el cine que nos interese, que nos atraiga o que nos ofrezca algún significado, independientemente de si se facturó en Nueva Rosita, Coahuila, o en Varsovia y esto me lleva al segundo punto; el significado de las películas.

La gente simple divide al cine en comercial y de arte (o de autor). Nuevamente es una dicotomía absurda ya que esta elementalidad supone, con cierta arrogancia, que la primera opción es de mucho menor calidad intelectual que la segunda y esto es profundamente discutible; una de las mejores películas que he visto en mi vida era profundamente comercial: Blade Runner, dirigida por Ridley Scott

y protagonizada por Harrison Ford y ya he contado que durante una semana del cine húngaro o polaco me enfrente a una película en que una familia comía en la mesa de su granja lo que hubieran sido muy normal si omitiéramos el hecho de que en lugar de cabezas humanas tenían unas de animales, dónde el papá era una oveja, la madre una vaca y los niños unos pequeños cerdos.

Como dije, creo que hay que ver el cine que nos interese y recientemente detecto un problema más, los cineastas a veces no se interesan en el público sino en su propuesta sin entender que ambas son una mancuerna ineludible. Trabajar para el éxito en festivales y durar tres días en taquilla es un pobre resultado en el que se van miles de millones de pesos. Creo que es buen momento para entender que una película de buena factura entretenida e inteligente puede ganar dinero y permitir superar esta trampa mortal en la que las películas mexicanas si recuperan la inversión se dan por bien servidas. Ojalá se entienda eso para evitar una agonía más de una industria noble y creativa que a muchos nos ha dado grandes momentos en la sala oscura.

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