Cuando Friedrich Nietzsche caracterizó el “conocimiento trágico” como el momento en el que “la¡ lógica se enreda sobre sí misma como una serpiente que se muerde la cola”, no sólo estaba negando la naturaleza dogmática del conocimiento como producto final del proceso del pensamiento sino que aportaba el más contundente razonamiento per negationem en la historia de la filosofía moderna: el de la imposibilidad de la verdad última, el del carácter inmoral que la pretensión de esa verdad conlleva para el razonamiento humano o, en todo caso, el de la tragedia implícita en el más ínfimo de los anhelos humanos (curiosamente caracterizado con regularidad como “el más grande”): el de alcanzar “la verdad última”; la certeza de todo o la certeza, al menos, de lo inmediato.
En la antigu%u0308edad clásica la caracterización de la persona que aspiraba a esa verdad (cuando no, con infinita humildad, afirmaba haberla obtenido) era la del “sabio”. Extrañamente, al clasicismo como inspiración se le ha escatimado la negación del conocimiento, aunque la tuvo en “el más justo y el más sabio de los hombres”; es decir, en el Sócrates que ironizaba con “no saber nada” y que aceptó la muerte con un nihilismo adelantado a su tiempo (por lo menos en lo que a nomenclatura se refiere).
Casi cada cultura cuenta con su versión del cliché -o, concediendo, del arquetipo- del sabio, al que además se iban adosando otras características que, per se, reafirmaban la naturaleza incontrovertible del “conocimiento último” obtenido: el sabio era además viejo, además poderoso, además dominante, además el rey, además el líder del culto o de la escuela de pensamiento, además el más cercano a dios o a los libros; y cosas más o menos por el estilo. Y así, claro, no había cómo cuestionarlo; y quien se atreviera a hacerlo podía contar para sí con los más diversos niveles del escarnio.
Sin embargo, la idea del conocimiento trágico no sólo abrió la posibilidad de identificar al acto de dudar como una parte intrínseca del proceso cognitivo (“quien no duda, no despierta”, parecía gritar esta idea a la epistemología de finales del XIX) sino que abrió asimismo la posibilidad de un “sistema del dudar”, por llamarlo de alguna forma desafortunada: el no poco siniestro eje Nietzsche-Foucault-Barthes, que yace en el corazón de la semiótica moderna, condena al conocimiento a compartir el mismo destino, cuando no la misma naturaleza, que la invención: al principio fascina, luego cansa, y al final o se rompe, o es superado, o se demuestra equivocado, o cae en la contradicción. Hay en ese destino una carga insoportable de absurdo, de ridículo; probablemente no haya mejor resumen contemporáneo para esa carga que el que Douglas Adams caracteriza con el número “42” en La Guía del Viajero Intergaláctico. De respuestas a preguntas mal articuladas están llenas las certezas.1
Trágicamente, las muchas disciplinas que lucran con el dogma -y que distan mucho de ser únicamente la religión y la política- llamarán por sistema a esta duda “metafísica”, reduciéndola al ámbito de lo “no comprobable” (como si la duda no fuera la génesis del afán de comprobación), y se conformarán con las usualmente “inabarcables” certezas que ofrezca su contemporaneidad. Tan patente es esta noción temporal -o si se quiere circunstancial- del uso del conocimiento como dogma que podrían delinearse claramente, si nos diéramos tiempo, los hitos históricos de quienes, como clase o individuos, han lucrado con la noción de “conocimiento incontrovertible”, con la imposición de su observancia, con la posibilidad de su administración y de su usura y con el abuso de la “autoridad” que de él deriva. Si nos diéramos tiempo, claro está, también nos daríamos cuenta de que su relación con el poder establecido es intrínseca e inevitable.
Usualmente, por fortuna, la caracterización del conocimiento y de lo que lo constituye -ya no en su naturaleza abstracta sino en su carácter factual, en su uso cotidiano- yace siempre en el ámbito de lo personal, de lo subjetivo. No hay una definición absoluta o terminada del conocimiento, de sus imbricaciones, básicamente porque la forma en la que actúa nuestro cerebro y las formas que el proceso del pensamiento puede adoptar siguen siendo impredecibles, misteriosas; ahora sí, sin ironía, inabarcables. Incluso, se puede decir que el proceso del pensamiento no se constituye únicamente en el ámbito del individuo, sino que forma ese pulso no individuado al que llamamos cultura, al que llamamos historia, al que llamamos arte, al que llamamos ciencia y comunicación; al que llamamos el espíritu humano. No por nada continuamos pensando, afortunadamente, que la incapacidad de sorprenderse constituye la forma más acabada de la tristeza, cuando no la forma más indeseable de la estupidez.
Y es por eso que no está de más reconocer ante uno y ante los demás el propio conocimiento, sea cual fuere, reconocido o no, validado a golpe de títulos o no; de ese reconocimiento nacen (de manera particularmente cacareada en la vida adulta) las posibilidades de acción, de creación y de influencia, es decir de participación, en la construcción del entramado social, en la construcción de humanidad o como sea que caractericemos para nosotros el devenir de nuestra especie y su rol en el mundo. Y es por eso también que hoy, como siempre, quien se declare dueño de ese pulso, quien quiera ponerle alambre de púas, quien asuma que el único resultado que vale la pena de esa alquimia es un cheque por cobro de derechos estará sirviendo a la tiranía; a prácticamente todas sus formas, pero particularmente a aquellas que se solazan en la ignorancia, en la violencia, en la miseria. Y, ¿hay alguna que no se solace precisamente en ello?
De la propiedad del conocimiento a su preservación parecería no haber más que un paso, pero hay en realidad un abismo. Resulta casi preclaro que la sociedad humana, dentro de las muchas crisis que le aquejan hoy en día, vive también en crisis con la idea de la propiedad; no únicamente en lo que converge en lo material, en lo territorial, en la necesidad inmediata, sino también en lo inasible, en lo abstracto y en lo simbólico. No es difícil intuir que la única forma de preservación posible del conocimiento radica justamente en la negación de su propiedad; es decir en su transformación colectiva, en el traspaso de su materia, en ponerlo a la mano, en reconocer su maleabilidad, su mutabilidad, su evanescencia. Ese es el espíritu inicial de las universidades, de las bibliotecas, de las curadurías, de las tertulias, de los cineclubes; podría soñarse incluso que de la radio como primer medio de masas, aún cuando ese sueño entre en franca contradicción con las actuales formas de la comunicación como oficio y como arte.
No resulta tampoco difícil intuir que el entorno digital ofrece, hoy por hoy, un nuevo campo irreductible para esa preservación, además de una oportunidad ineludible para jugar con nuevos campos semánticos y con nuevas caracterizaciones del proceso cognitivo. Que el espíritu humano esté disponible en el entorno digital, que radique en ese entorno, que lo abarque, debería ser una aspiración y no el objeto de persecución, de cárcel y de cabildeos legislativos a costa del erario público. Hay sin duda preguntas aún nuevas en torno a la naturaleza de los bienes culturales; preguntas que hasta hace 20 años no teníamos que hacernos. La materialidad del bien cultural frente a la inmaterialidad del entorno digital deberían, en primera instancia, ayudar a resemantizar el concepto de propiedad intelectual, el concepto de autoría, la naturaleza de lo que el bien cultural preserva, para qué lo preserva y para quién o quiénes.
La pregunta sobre a quién pertenecen un cúmulo de unos y de ceros que, en la práctica, no existen, será uno de los caminos de construcción paradigmática más interesantes de nuestro tiempo. O -y a pesar de todos los intentos por encerrarlo en la lógica simplona del copyright- debería serlo
Notas
1 Cuando una computadora llamada “Pensamiento Profundo”, construida por seres hiper-inteligentes con la única misión de “encontrar la respuesta a la pregunta última sobre la vida, el universo y todo lo demás”, responde con un enigmático “42”, dicha computadora sugiere -ante la perplejidad de sus constructores- que acepten el hecho de que no sabían qué estaban preguntado y que, acto seguido, emprendan la construcción de otra súper computadora cuya misión sea calcular la pregunta correcta. Todo esto, claro, en The Hitchhicker’s Guide to the Galaxy, de Douglas Adams; programa de radio en 1978 de incalculable influencia en la cultura digital.
Autor
Miembro del equipo de Gestión y Formación de AMARC-México. Presidente de La Voladora Comunicación A.C. www.danielivan.com.
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