Guerras semánticas, construcción del logos y territorialidad de Internet (II)

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Sin pretender mitificar un momento en la historia que afecta directamente a la población del planeta mayor de 30 años, puede afirmarse que el siglo XX fue el siglo de las guerras semánticas y que muchos de nosotros, adultos contemporáneos, fuimos en parte sus testigos, sus protagonistas y sus víctimas o validadores.

No resulta difícil imaginar que el declive del libro como objeto cultural preeminente y de las artes plásticas como disciplinas únicas del mundo de la representación trajo consigo un reacomodo de los significados y de los significantes, un proceso de selectividad semántica en el cual los poderes establecidos y las identidades en formación se disputaban (y lo siguen haciendo) no solamente la construcción semántica de la realidad per se sino la posesión y desarrollo de los medios técnicos y tecnológicos necesarios para ser una de las partes en disputa. Participar en una guerra semántica no pedía de nosotros únicamente la capacidad de concatenar significados para desarrollar un discurso, sino cierta pericia en el manejo del lenguaje y de los signos y cierto talento o experticia en el manejo de la infraestructura necesaria para producir y reproducir mensajes.

Alejémonos por un momento de las ideas preconcebidas que establecen una dicotomía entre las dos formas contemporáneas más comúnmente aceptadas de la producción y difusión de signos: las artes y la comunicación. Esta dicotomía es más bien propia del análisis epistemológico de la representación ligada a su objetivo y supone un prejuicio: una evaluación del signo por lo que conocemos de él a posteriori. Este pre-juicio es, por otro lado, demasiado contemporáneo para no estar cargado de una intencionalidad política, de una actitud militante que, aunque necesaria, nos pone ya de inicio como partidarios o detractores. Y a veces, o casi siempre, partir de la aprobación o de la repulsa para intentar entender algo es simplemente un acto de la más simplona estupidez.

Pensemos en imaginar el mundo de la representación y de la producción de signos como se podía imaginar a mediados del siglo XIX: el libro y la imprenta eran los medios más preciados de difusión de las ideas y de producción y difusión de significados y significantes; el mundo de la representación estaba cimentado principalmente en los oficios del pintor y el escultor y sus múltiples variantes, y las artes plásticas representaban la cúspide de esa representación particularmente en lo que se refería a su trascendencia, a su preservación en el tiempo.

Por supuesto, existían otras artes y otros oficios, otras formas de producción de signos y de representación, ámbitos académicos, ciencias que iban y venían, tradiciones orales, músicos y actores y troupés y filósofos y matemáticos y sepultureros y químicos y arqueros; pero en lo que se refería a la preservación más o menos fiel de ese torrente de energía humana había, al menos en lo conceptual, al menos en la mente por lo demás simplista del stablishment, pocas formas de preservación del conocimien-to: los libros, las artes ilustrativas, laestridente energía del papel impreso, de las ideas preservadas para la posteridad -se pensaba ingenuamente- en pilas de papel que nos hacían soñar con un espíritu humano inagotable.

Por otra parte, imaginémonos que el mundo llevaba por lo menos quinientos años en las mismas circunstancias, cuando no mil: si bien las técnicas y los instrumentos para la representación de signos se iban sofisticando (imprentas más eficientes y rápidas que hicieron posible el advenimiento de la prensa escrita y el periodismo, por ejemplo, en el mismo siglo XIX, o técnicas de proyección óptica -la camera obscura- que ayudaban a la precisión de las artes gráficas) lo cierto es que la producción y la difusión del conocimiento y el ámbito de la representación del mundo o del imaginario tenían poco de diverso en sus formas y en las pericias que implicaban, lo que dotaba a quienes las tenían o dominaban de una circunstancia de excepción. No utilizo la idea de élite exprofeso: también había impresores, escritores, filósofos, poetas y pintores pobres; y las historias de degradación de los grandes talentos, la enfermedad y la miseria, hacían y siguen haciendo las delicias de las clases medias ávidas de algún dejo de romanticismo idiota.

No hace falta decir que los resultantes objetuales de este proceso eran también escasos. Por lo menos hasta el siglo XIX y hasta el advenimiento del periódico, el acceso a las delicias de la imprenta era más bien una circunstancia de élite; y no fue sino hasta la sofisticación fotográfica de la impresión a color, ya bien entrado el siglo XX, que el grueso de los mortales pudimos atestiguar la existencia de obras de arte y bellezas monumentales que, de otra manera, solo podíamos conocer de oídas o en las ilustraciones bellas pero borrosas (y muy, muy pequeñas) de esos libros con que nos obsequiaban nuestros padres y que, en mi caso y tal vez en el de usted también amable lector, se llamaban “El Tesoro de la Juventud”.

Pero entonces llegó la cultura análoga. El primer artilugio puramente análogo de la cultura humana, fue la fotografía. Cabe recordar que el mundo de las artes no reaccionó muy favorablemente a los intentos de Daguerre en el siglo XIX ni a los que le precedieron o siguieron. No es que el mundo diera brincos de alegría frente a un medio que, de manera mecánica y con una precisión cada vez mayor, trasladaba la imagen perceptible de un sujeto u objeto y la colocaba en un objeto de representación tangible y más o menos permanente. La tensión semántica no iba necesariamente en el sentido más bien simplón de quienes afirman que hay tribus “indígenas” que creen que la fotografía “les roba el alma” o que las señoras aristócratas reaccionaban frente a la fotografía de la misma manera en la que reaccionarían frente a un fantasma; en realidad, esta tensión semántica (que Philippe Dubois no duda en llamar traumática2) se vio reflejada más bien en torno a un terreno semántico en disputa: el de la representación. Aquí, las artes plásticas como ejemplo y producto del ingenio humano se debatían contra un artilugio mecánico que, de buenas a primeras, era capaz de imprimir una imagen fiel hasta el absurdo del sujeto/objeto representado y de capturar no solamente la forma iconográfica de éste sino también su circunstancia en el tiempo. Esta tensión no le fue exclusiva a las artes plásticas: cuando Ernst Leitz inventó la Leica y trajo la fotografía fuera del estudio, a principios del siglo XX, el rápido advenimiento del fotoperiodismo y del discurso documental en torno al fenómeno fotográfico puso también en tensión las formas narrativas del periodismo y las formas en las que la comunicación era capaz de reproducir las circunstancias de un evento a través de su relato. Por si fuera poco, los métodos fotográficos de impresión sustituyeron rápidamente a los métodos basados en placas o caracteres móviles, llevando esta tensión hasta el centro mismo de lo que occidente entendía como su cultura, como el centro duro e indisputable de su espíritu ilustrado.

Autor

  • Daniel Iván

    Miembro del equipo de Gestión y Formación de AMARC-México. Presidente de La Voladora Comunicación A.C. www.danielivan.com.

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