La violencia en Guerrero no es nueva. Los hechos en Iguala que dieron lugar a la desaparición de 43 estudiantes normalistas se enmarca en un problema de violencia endémica y de represión estatal que hunde sus raíces (cuando menos) en los años 60 y 70 del siglo pasado.
Una herida abierta
Los problemas de la Escuela Normal de Ayotzinapa solamente fueron un crudo recordatorio de una herida que lleva décadas abierta y que nadie ha sabido curar o atender debidamente.
La guerra sucia es la denominación otorgada al periodo de la historia mexicana entre 1962 y 1982. Esta época se caracterizó por el desarrollo de movimientos revolucionarios que dieron lugar a la formación de guerrillas urbanas y rurales en distintas partes del país. La respuesta del Estado se basó en una política de contrainsurgencia para la contención y aniquilación de la insurrección popular. Los recursos usadas fueron variados. La represión por medio de violencia física, desacreditación mediante la manipulación de los medios de comunicación y la negación absoluta de la existencia de guerrillas fueron las herramientas primordiales.
La principal guerrilla rural fue la que estaba albergada en la sierra de Guerrero, en la zona occidental del estado. La represión policiaca y militar estuvo especialmente concentrada en disolver a los grupos de esta región, lo cual tuvo efectos posteriores en las medidas de contrainsurgencia a lo largo de todo este periodo.
El extermino de la guerrilla fue algo que en el discurso público no ocurrió. La guerra desatada contra las agrupaciones subversivas fue en todo momento silenciada. Por lo tanto, la información que existe sobre la guerra sucia es relativamente poca y consta principalmente de testimonios, trabajos de reconstrucción de memoria, revisiones del Archivo General de la Nación y algunas investigaciones. El entendimiento de la interacción entre el Estado y la guerrilla rural de Guerrero es importante por la posterior influencia que tuvo en la conformación social de los sectores involucrados, en el juicio y análisis de los movimientos sociales, las actitudes políticas, las respuestas a los resultados electorales y la construcción de un Estado de derecho que proteja a los ciudadanos. Igualmente, es necesaria la reconstrucción de la memoria histórica para desmitificar y no condenar lo sucedido, sino entenderlo e incorporarlo en la historia.
Este ensayo está dividido en tres partes. La primera expone los motivos para la conformación de la guerrilla en Guerrero y sus etapas de desarrollo. La segunda explica la actuación del Estado mexicano. La última dilucida sobre las consecuencias de lo anterior en el resto de la guerra sucia.
La guerra sucia en Guerrero
A partir de 1962, la crisis de legitimidad del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y sus distintas facciones se agudizó en Guerrero, lo cual provocó problemas de gobernabilidad. La Asociación Cívico Guerrerense (ACG) organizó una campaña electoral en toda la entidad como oposición al PRI. Sin embargo, el aparato oficial no respetó la voluntad popular e impuso al gobernador. El Estado, al no respetar la voluntad de los electores, violentó su derecho a elegir a las autoridades que iban a gobernar la comunidad. Por lo tanto, puede decirse que fue el Estado el primero en ejercer la violencia en la dinámica de la guerra sucia.
La violencia institucional generó la certeza de que no había posibilidades legales de solucionar los problemas. Además, los levantamientos armados fueron una expresión del descontento social por el bajo desarrollo económico, la injusta distribución del ingreso, el caciquismo, el ineficiente perfil de las estructuras democráticas y la ausencia de planes generales de desarrollo a largo plazo para solucionar los problemas estructurales de la entidad.
En psicología social, la teoría de la reactancia establece que “hay un deseo humano de libertad y autonomía que, cuando se ve amenazado por el uso de la fuerza, lleva a una reacción de oposición”. El discurso oficial no era consistente con la práctica, pues el gobierno no aportaba soluciones a las quejas ciudadanas en Guerrero e impedía el pleno funcionamiento democrático de las instituciones. Varios ciudadanos, inconformes con el gobierno y desilusionados con las institucionales “soluciones”, optaron por agruparse y tomar las armas.
La creación de una contraideología y de un discurso oculto que contravino al oficial terminó por concretarse en la guerrilla. Es importante considerar que “las prácticas de resistencia pueden mitigar los patrones cotidianos de apropiación material”.
Las organizaciones guerrilleras que surgieron en la Sierra de Guerrero fueron dos: la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), liderada por Genaro Vázquez Rojas, y el Partido de los Pobres (PDLP), liderado por Lucio Cabañas Barrientos. La suspensión de los derechos constitucionales en Guerrero, codificada por una ley estatal de 1965 que criminalizó la disidencia los obligó a asumir la clandestinidad y a radicalizarse. La radicalización se vio reflejada en la creación de dos grupos de emboscada: los Comandos Armados de Liberación de la ACNR y la Brigada Campesina de Ajusticiamiento del PDLP. Los comandos tenían como objetivo el entrenamiento militar de los integrantes de la guerrilla, la obtención de armas, los asaltos contra las fuerzas militares y policiacas, así como la planeación y ejecución de secuestros a los caciques de las zonas.
El ejército fue el principal ejecutor del combate contra los grupos armados en la zona de Guerrero, aunque también podía recibir ayuda de los grupos paramilitares como los Halcones o la Brigada Blanca e incluso información de la Dirección Federal de Seguridad. La primera acción efectiva fue la aplicación de una estrategia de saturación militar del estado para provocar el aislamiento de los focos guerrilleros. Las campañas militares tenían como objetivo el patrullaje y control del área, la cooptación de los pueblos cercanos, las detenciones arbitrarias y tortura para infundir miedo y obtener información, e iniciar una guerra psicológica desacreditando al movimiento, entre otros.
La actuación del Estado
Los movimientos guerrilleros en las distintas ciudades y zonas rurales de México representaron una amenaza para el PRI como partido hegemónico, autoridad incuestionable y fuente de legitimidad para resolver los problemas que aquejaban a los ciudadanos. El discurso oficial del partido siempre fue de promoción de la participación ciudadana y de fomento a la colaboración de los ciudadanos para lograr el progreso de México. Sin embargo, nadie podía participar si implicaba cuestionar a las instituciones establecidas, pues era visto como falta de solidez en la República.
Las acciones del gobierno constaban de dos partes. La parte más relevante fue el uso de la violencia física por medio de los grupos policiacos y militares. La segunda parte constó de la construcción de una maquinaria legal y simbólica para legitimar esa violencia como la única manera de conservar el Estado de derecho y de resguardar la soberanía y la seguridad nacional. Esta maquinaria consistía, en parte, en la manipulación de los medios de comunicación, quienes calificaban a los grupos guerrilleros como delincuentes y terroristas, con miras a justificar la acción represiva en contra de ellos.
En su sexto informe de gobierno, el presidente Gustavo Díaz Ordaz declaró que la “represión legal de los actos de lictuosos fue una consecuencia natural de la ilegítima presión que pretendió ejercerse en contra del gobierno”. Sin embargo, el Estado actuó dentro de un marco de impunidad, corrupción y clientelismo, en el que la participación por la vía electoral estaba totalmente nulificada. Este marco permitió las detenciones arbitrarias, la tortura, la desaparición forzada, las ejecuciones extrajudiciales y la constante violación de derechos humanos.
En Guerrero, las fuerzas armadas participaron en campañas militares entre 1968 y 1974. Penetraban las zonas de la sierra como “misiones humanitarias” o “campañas de labor social”, pero era una fachada para obtener el control del área, identificar a los simpatizantes del movimiento guerrillero y diseminar miedo en la posible disidencia. La estrategia militar consistía en aislar a los grupos y posteriormente atacarlos. Los grupos de contrainsurgencia también entraron a las zonas de más difícil acceso con apoyo de helicópteros de la Fuerza Aérea y avionetas de la policía militar y de la Policía Judicial Federal.
La manipulación de los medios se vio reflejada en dos acciones: en negar la existencia de las guerrillas y en calificar a la insurrección como bandas de delincuencia y terroristas que buscaban “alterar, infructuosamente el espíritu de trabajo que anima a la Nación”. Asimismo, las operaciones y motivos de las guerrillas no encontraron eco en la prensa, pues el régimen lo impedía. Aquellos que lo cuestionaban sufrían consecuencias. Un ejemplo de esto fue cuando el presidente Luis Echeverría dio un golpe interno al periódico Excélsior, dirigido por Julio Scherer, en 1977.
En el caso de Guerrero, el gobierno inició además una guerra psicológica en contra de las guerrillas. La estrategia principal fue la publicidad negativa y la difamación de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas. En la sierra se distribuyeron panfletos con las fotografías de los líderes de la ACNR y del PDLP, declarando que eran delincuentes, ladrones y un peligro para la sociedad.
Los dos medios de acción del gobierno -la violencia física reproducida por los militares y policías y la violencia psicológica encarnada en los medios de comunicación- fueron estrategias complementarias y realizaron una labor de refuerzo mutuo constante. Ambas herramientas sirvieron para construir un discurso oficial que evitara el apoyo a la guerrilla y el cuestionamiento de la legitimidad y legalidad en la actuación del gobierno. Las estrategias se complementaban, pues “lejos de las miradas de la prensa y de quienes pudieran revelar sus excesos; así se fue manufacturando el olvido social”.
El manejo de esta situación por parte de las autoridades de los diferentes niveles de gobierno permitió la manipulación de la relación memoria-olvido, que posibilitó la garantía de la impunidad. De acuerdo con Jorge Mendoza, “lo que no se sabe o no se recuerda no ocurrió, no tuvo lugar en el pensamiento de la sociedad y, por tanto, no se puede condenar”.
La falta de acceso y respuesta a las demandas y necesidades de varios sectores de la población en Guerrero provocó que la toma de las armas fuera la única opción viable. Posteriormente, la tergiversación de los acontecimientos y causas para las revueltas provocaron la radicalización de los movimientos. La manipulación de los hechos y la omisión de su verdadera existencia generaron un espacio de acción fuera de la legalidad.
Las autoridades crearon este espacio porque consideraban primoridal e imprescindible eliminar a las guerrillas. Los grupos guerrilleros en Guerrero eran peligrosos por la dificultad que implicaba atraparlos en la sierra y por la facilidad que tenían para influir en otros movimientos. El espacio de ilegalidad para terminar con la insurrección popular también fue apoyado por los medios de comunicación y, de manera inconsciente, por varias capas de la sociedad. Los medios, cooptados por el aparato estatal, actuaban acordes al discurso oficial, que justificaba la actuación represiva de la policía y del ejército. La sociedad, al no saber verdaderamente lo que ocurría, permitió la consolidación y perpetuación de este sistema, pues no demandaba cambios ni rendición de cuentas, y mucho menos un juicio contra quienes quebrantaban la ley.
Consecuencias
El surgimiento de los grupos guerrilleros en la zona rural de Guerrero respondía a la necesidad de un cambio estructural profundo dentro de la sociedad y las instituciones gubernamentales, mismo que el gobierno no fue capaz de reconocer y menos aún de contrarrestar.El actuar del gobierno no sólo tuvo consecuencias en el desarrollo de la guerra sucia, sino que también se proyectó en el tiempo, una vez que había “terminado” el conflicto.
A corto plazo, esta conducta de impunidad e ilegalidad desarrollada y consolidada en la lucha contra la guerrilla rural de Guerrero fue perpetuada y reproducida por las autoridades en las otras 22 entidades del país donde hubo agrupaciones guerrilleras. Las estrategias ilegales fueron permitidas con tal de obtener información para debilitar a la insurrección. Las prácticas como el “pocito”, las descargas eléctricas, los “tehuacanazos”, las flagelaciones, entre otras se volvieron sustitutos de los interrogatorios. La tortura, las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales marcaron a más de una generación cuyas familias quedaron incompletas y sin respuestas por parte de las autoridades.
Es necesario considerar que “el declive del actuar de las organizaciones armadas va en contraposición con la fuerza de aquellas que exigen la presentación de las victimas de desaparición forzada y la liberación de los presos políticos”. A largo plazo, una de las principales consecuencias de la guerra sucia fue el crecimiento de la cultura de derechos humanos. Asimismo, hubo un fortalecimiento de los medios de comunicación para lograr que fueran independientes.
Otra consecuencia relevante para el país fue la reforma política de 1977. Para poder satisfacer a los […] ciudadanos que reclaman oportunidades en un sistema político que debe satisfacer todas las aspiraciones democráticas, en un régimen normativo inserto en el supuesto de que constituimos un Estado Nacional, capaz de resolver sus contradicciones por integración, origen y fin del pacto social, ciertamente distinto a los extremos ofensivos de la realidad; inmovilidad y riesgo; utilidad y hambre, opulencia y miseria”.
Por estas razones, el presidente López Portillo impulsó la reforma política en 1977. Este conjunto de cambios normativos referidos a las organizaciones políticas y los procesos electorales permitió la inserción de nuevos partidos de oposición.
No obstante, el gobierno no estaba dispuesto a solucionar los problemas planteados por los guerrilleros. Por lo tanto, las soluciones presentadas durante el sexenio del presidente López Portillo (1976-1982) sí lograron terminar con las guerrillas, pero fueron someras y simplistas, ya que ninguna supuso un cambio estructural en las instituciones y el quehacer de las diferentes instancias del gobierno.
Conclusión
El Estado omitió del discurso oficial a la guerrilla en Guerrero para no mostrar la vulnerabilidad del régimen y para evitar que la sociedad brindara su apoyo a los grupos de la insurrección. Sin embargo, el presidente López Portillo se dio cuenta de que no podía mantener esa fachada e intentó solucionar el problema, aunque esta solución fue superficial e ineficaz. Para sustentar esto, el texto proporciona tres argumentos: uno de tipo social, uno de tipo institucional y uno que examina las relaciones de los dos grupos involucrados y su retroalimentación. Este ensayo contribuye a esclarecer la interacción entre el Estado y los grupos guerrilleros, y la evolución de las decisiones y acciones de ambos actores a partir de esta relación. Sin embargo, considero necesario profundizar en los efectos de las acciones y herramientas empleadas por el Estado en la formación de la memoria colectiva de la sociedad en torno al tema de la guerra sucia. Finalmente, es importante recordar que “la memoria insiste en que esa parte del pasado importa, porque ha forjado el presente, permite entenderlo y nos puede enseñar que no hay futuro olvidando”.