A juzgar por la forma como suelen integrarse los órganos colegiados de diversas instituciones públicas -especialmente organismos autónomos- se queda uno con la impresión de que los políticos mexicanos pretenden construir la imparcialidad “equilibrando a las partes”, es decir haciendo una mezcla más o menos proporcionada de las parcialidades en el órgano colegiado al que se le exige imparcialidad en sus decisiones, en vez de priorizar que sus integrantes guarden la distancia suficiente respecto de los intereses que se dirimen por la colegialidad en cuestión; distancia que debería ser reforzada por la correspondiente deontología profesional.
Digo lo anterior sin pretender calificar a ningún integrante de órganos colegiados establecidos en México, sino con el propósito de cuestionar la voluntad política y el método empleado por quienes deciden sobre estos asuntos; y bueno, los que deciden son los diputados o los senadores -al menos presuntamente- o sea un segmento fundamental de la clase política.
Si bien es cierto que suelen acordarse reglas tendientes a privilegiar un perfil neutral o imparcial de quienes integren el órgano colegiado, también lo es que en la práctica los políticos suelen buscar que sus respectivos partidos tengan éxito en lograr que un mayor número de sus propuestas se refleje en el número de integrantes del órgano colegiado que se esté eligiendo en cada ocasión.
Yo creo que en la práctica los políticos privilegian el número sobre el perfil, cuando el criterio cuantitativo entra en juego. Por ejemplo: si los negociadores de los distintos partidos políticos tienen ante sí la tarea de acordar la elección de dos integrantes de un órgano colegiado -sea este el IFAI, la CNDH, el IFE u otro- ellos intentarán respectivamente tener éxito con las propuestas para los dos puestos o al menos para uno. Muy probablemente experimentarían como fracaso el hecho de que ninguna de sus sugerencias se tradujera en la elección efectiva de las personas postuladas. En ese orden de ideas pienso que si son tres las posiciones en juego, las partes (es decir los electores representados por sus respectivos negociadores) buscarán predominar al menos con dos. Quienes tengan una posición más débil buscarían obtener al menos una posición… y así, sucesivamente, cuando se trate de cuatro o cinco, o más. Pienso que la tentación de considerar el número resulta muy difícil de eludir en el marco de la cultura de la desconfianza que prevalece al interior de la clase política mexicana. Al respecto, los negociadores suelen imaginar cuántos miembros del órgano colegiado podrían inclinar la balanza eventualmente en contra o a favor de sus intereses, anticipando escenarios posibles en donde la imparcialidad apenas tendría algún peso o significado.
Menudo problema ¿verdad? El reto consiste en lo siguiente: ¿Cómo hacer que un órgano representativo de una pluralidad en la que gravitan fuerzas dispares -como lo son las cámaras legislativas- sea capaz de engendrar o constituir un órgano colegiado habilitado para cumplir mandatos constitucionales de imparcialidad? Yo creo que una de las respuestas es: privilegiando el perfil sobre el número.
¿Cómo privilegiar el perfil? Bueno, a mi me parece que cuando la discusión entre los negociadores es por dos o más puestos, ésta termina por convertirse en un “estira y afloja” vinculado al número de votos que imaginariamente tendría cada uno en el órgano colegiado, dejando en un plano secundario el análisis del perfil del aspirante y de sus posibles relaciones con los intereses que son objeto del escrutinio y acción del consejo o comisión al que se aspira. Por ello pienso que es necesario excluir de la mesa de las negociaciones el factor numérico, o al menos reducir su peso y relevancia como criterio para tomar decisiones.
Dicho en otras palabras: que no se debata sobre el nombramiento de varios integrantes del consejo o comisión en cuestión, sino solamente sobre uno, en cada ocasión o ronda de negociaciones. La discusión en torno a un solo puesto de un órgano colegiado y no sobre varios asientos obligaría a los negociadores a privilegiar el perfil sobre el número. En tal caso, desde la perspectiva del negociador lo relevante ya no sería obtener con las propuestas propias el mayor número de espacios disponible en el órgano colegiado -ya que, por el momento, solo habría uno-, sino asegurarse, al menos, de que la persona nombrada en el único puesto disponible no tenga inclinaciones a favor de otros intereses o en contra de los propios.
Se podrá objetar que un procedimiento de esta naturaleza sólo modificaría los ritmos de la negociación política, dado que las partes podrían seguir pactando “cuotas”, aunque éstas hubieren de procesarse a través de los años, según los ritmos de los relevos correspondientes (algo así como: “el personaje que tú propusiste obtendrá el puesto con mi anuencia, solo si tu te comprometes a apoyar al que yo proponga en el relevo del siguiente puesto”). Sin embargo, creo que la viabilidad de una negociación por “cuotas” en el contexto descrito es muy precaria, porque nada garantiza que pactos políticos de ésta índole puedan sostenerse por años y a lo largo de varias rondas negociadoras en el marco de una realidad cambiante, es decir, en donde las condiciones de la operación política pueden modificarse sustancialmente, a causa, por ejemplo, del cambio en la correlación de fuerzas o incluso de los protagonistas mismos de la negociación.
No, en realidad no hay margen para negociar “cuotas” cuando la discusión, la negociación y la votación se centran, en un solo puesto dentro de un órgano colegiado En esas circunstancias resulta ocioso hacer cálculos basados en la presunción -bastante frívola, por cierto, y ofensiva también, en contra de los aspirantes- de que unos integrantes de ese órgano colegiado votarían por lo regular con arreglo a ciertos intereses, mientras que otros lo harían con arreglo a intereses opuestos o al menos diversos. No. En esas circunstancias los negociadores no pueden privilegiar la “cuota” -porque ni siquiera la pueden negociar de manera razonable-, sino que están obligados a pensar y a discutir en torno al perfil de los aspirantes y su compatibilidad o idoneidad para el puesto. La decisión sobre un solo puesto y no varios, por ejemplo, en el Consejo General del IFE llevaría a los partidos políticos a desear que el nombrado tenga un perfil que parezca lo más próximo al principio de imparcialidad. De hecho, en esa lógica de operación, quienes parezcan más imparciales tendrían más posibilidades de conquistar el consenso de las partes.
Sería un procedimiento virtuoso en este caso, por ejemplo, nombrar a cada uno de los consejeros cada dos años. Sólo uno cada dos años. Así, los partidos políticos tendrían que aprender a buscar a los mejores aspirantes para ocupar cada puesto del consejo general, en lugar de buscar a los más “convenientes”, dentro de una lógica de “cuotas”. Ese aprendizaje, por cierto, se tendría que refrendar bianualmente por la simple y necesaria aplicación periódica del procedimiento. Si a ese procedimiento se sumara otro, consistente en el nombramiento del Presidente del Consejo General a cargo de los propios integrantes del órgano colegiado -y no a cargo de la Cámara de Diputados, como hasta ahora está prescrito-, seguramente se fortalecería la imparcialidad de dicho órgano, y con ella su prestigio, legitimidad y confiabilidad.
En un órgano colegiado la suma de las partes no produce imparcialidad, sino cuotas y eventualmente decisiones sesgadas. Eso ya debería haberlo aprendido la clase política mexicana.
La imparcialidad de toda autoridad autónoma estriba en la distancia de los elegidos respecto de sus electores, es decir en la distancia de los integrantes de sus órganos colegiados respecto de quienes los nombran. En la medida que el diseño institucional de una autoridad autónoma garantice la mayor distancia, desde el procedimiento de designación de sus integrantes, habrá mejores condiciones para la confirmación práctica de su autonomía.
Dediquémosle a la clase política, amable lector, la siguiente reflexión de Pierre Rosanvallon, profesor en el Collège de France: “Los miembros de esos organismos (se refiere a los autónomos) incluso pueden considerar que tienen que observar un ‘deber de ingratitud’, según una expresión consagrada, para estar a la altura de su tarea. Se trata de una situación que se halla en las antípodas de la del elegido por sufragio, que reconoce que la confianza de sus electores lo obliga y cuyas acciones están sometidas a la obligación de una eventual reelección. En tanto la elección democrática se orienta a organizar un sistema de dependencia, en este caso lo que se busca, por el contrario, son los efectos virtuosos de la autonomía” (Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad. Manantial, 2009).