El asesinato de periodistas y trabajadores de medios de comunicación constituye una forma de violencia desmedida contra un sector de la población que, además, se configura como la forma de censura más extrema.
En su libro Historia de la violencia, Jean Claude Chesnais afirma que “la violencia en sentido estricto, la única violencia medible e incontestable es la violencia física. Es el ataque directo, corporal y contra las personas. Ella reviste un triple carácter: brutal, exterior y doloroso. Lo que la define es el uso material de la fuerza, la rudeza voluntariamente cometida en detrimento de alguien”.
Como ha observado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, “el ejercicio periodístico sólo puede efectuarse libremente cuando las personas que lo realizan no son víctimas de amenazas ni de agresiones físicas, psíquicas o morales u otros actos de hostigamiento”.
Dichas acciones no sólo vulneran de un modo especialmente drástico la libertad de pensamiento y expresión de la persona afectada, sino que además afectan la dimensión colectiva de este derecho.
Los actos de violencia contra periodistas o personas que trabajan en medios de comunicación y que están vinculados con su actividad profesional violan el derecho de estas personas a expresar e impartir ideas, opiniones e información y además, atentan contra los derechos de los ciudadanos y las sociedades en general a buscar y recibir información e ideas de cualquier tipo.
La Relatoría Especial sobre la Promoción y Protección del Derecho a la Libertad de Opinión y Expresión de las Naciones Unidas, sostiene que un ataque contra un periodista es “un atentado contra los principios de transparencia y rendición de cuentas, así como contra el derecho a tener opiniones y participar en debates públicos, que son esenciales en una democracia”.
Cuando tales delitos quedan impunes, como ha sucedido con la gran mayoría en México, se fomenta la reiteración de actos violentos similares y puede resultar en el silenciamiento y en la autocensura de los comunicadores. O como en Veracruz, en baños de sangre de periodistas.
La impunidad genera un fuerte efecto inhibitorio en el ejercicio de la libertad de expresión. Y las consecuencias para la democracia, que depende de un intercambio libre, abierto y dinámico de ideas e información, son particularmente graves.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos señala que la libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática; por ende, es posible afirmar que una sociedad que no está bien informada no es plenamente libre.
Pero en la misma medida que la prensa es un factor fundamental para la lucha contra la corrupción y el abuso de autoridad, la violencia contra los periodistas ha crecido de forma notable en los últimos años, desde el poder público y los poderes fácticos, con la reciente adición de fenómenos como el de la delincuencia organizada como una gran amenaza para el ejercicio del periodismo.
La violencia contra periodistas o trabajadores de los medios que se comete a causa del ejercicio de su profesión no sólo afecta la voz de estas personas, en particular al violar su derecho a la libertad de expresión, sino que vulnera el derecho de las sociedades en general a buscar y recibir todo tipo de información e ideas de manera pacífica y libre.
La Corte Interamericana ha determinado que “es fundamental que los periodistas que laboran en los medios de comunicación gocen de la protección y de la independencia necesarias para realizar sus funciones a cabalidad, ya que son ellos quienes mantienen informada a la sociedad, requisito indispensable para que ésta goce de una plena libertad y el debate público se fortalezca”.
La cultura de la impunidad
El objetivo de ejercer violencia contra los periodistas es infundir miedo. Ramón Reig, en su ensayo “Periodismo y muerte: bases teóricas y psicosociales”, afirma que “miedo, muerte y periodismo son tres factores que se unen –sobre todo en el caso de México– para constituir una dinámica periodística que crea incertidumbres y encrucijadas profesionales”.
“Mantener en tensión emocional negativa a una población es útil para dominarla. (…) Lo que provoca el miedo y su enraizamiento en las mentes es la muerte que acecha, la muerte no explícita pero que puede llegar en cualquier momento”, señala Reig.
Como respuesta a las amenazas, muchos comunicadores y medios han optado por la autocensura. En amplias franjas del territorio nacional ya no se puede hacer periodismo de investigación “so pena de muerte”. “La sociedad se quedó sin el derecho de denuncia, pues hacerlo es ponerse la cruz en la frente”, denunciaron periodistas mexicanos a representantes del Comité para la Protección de Periodistas y de Reporteros Sin Fronteras desde inicios de esta década.
La violencia y el miedo generan a su vez impotencia en el periodista, pues debe debatirse entre cumplir con su deber de informar poniendo en peligro su integridad sin que ninguna institución, teóricamente encargada de protegerle, lo haga o apenas lo haga. O bien callar lo que sucede, autocensurarse, acabando con toda esperanza de que el periodismo sea un auténtico servicio social y público.
Ramón Reig lo resume así: “del miedo se pasa a la muerte y de ahí al miedo de nuevo: es la ley del silencio y la espiral del silencio”.
La profesora Mireya Márquez Ramírez sostiene que:
“el periodismo mexicano no se ve amenazado únicamente por la violencia criminal como un actor de poder aislado, sino que es amenazado por la violencia criminal en la medida en que el periodismo ha estado instrumentalizado desde su concepción por las diversas facciones en disputa por el poder, y de que no existe un andamiaje de protección de la profesión periodística en general ni su concepción como una ocupación profesional y autónoma”.
Y añade: “la cultura de la impunidad que prevalece en la comisión de delitos ha implicado que los crímenes contra periodistas rara vez se investigan y, menos aún, se resuelven”.
Porque la violencia y el miedo se ejercen indiscriminadamente sólo cuando existe la certeza de que no habrá castigo.