Compartir

Estos son mis gustos, si no le agradan, tengo otros


Hace unas semanas estaba en el departamento de mi amigo “La Marrana”. Tenía una cerveza en la mano y escuchábamos Kind of Blue de Miles Davis. Mientras me maravillaba por lo habilidoso que es para balancear su enorme cuerpo sin caerse al ritmo de Freddie Freeloader aunque estuviera casi por completo borracho, me di cuenta de que había escuchado ese disco tantas veces que lo conocía de memoria. Cada inflexión, cada solo de Miles, los cambios de tonalidad de So What, las juegos sutiles de Coltrane, el sentido blusero de Cannonball y el piano limpio, ordenado y blanco, muy blanco de Bill Evans. No olvido a los demás integrantes de la grabación: el pianista Wynton Kelly, el bajista Paul Chambers y el baterista Jimmy Cobb. Es un disco que ha formado parte de mí desde hace casi 20 años y he publicado varios textos sobre él.


Así, casi acostado, mientras contaba cuántas cervezas había bebido y cómo lograría mantenerme en equilibrio cuando tuviera que levantarme, un pensamiento abarrotó mi mente: ¿cuántas veces podría publicar algún texto sobre ese disco sin repetirme? En ese momento entendí por qué disfruto tanto escribir sobre música y cómo he empujado mi labor literaria y periodística por ese camino.


Comencé por hacer un esfuerzo y, luchando contra la nebulosidad de la borrachera, busqué en mi mente cuándo fue la primera vez que alguna canción atrapó de verdad mi atención. Desde que comencé a enterarme de lo que pasaba a mí alrededor me dediqué casi todos los días a eso de sentarme a escuchar música y nada más. Puedo verme a los cinco años, sentado frente al tocadiscos, escuchando a los Beatles por varias horas si así lo hubiera querido. Todavía conservo los rayados discos, una colección de todos los éxitos que vendía a cómodas mensualidades la Reader’s Digest. Gracias a ellos también recorrí la discografía de Elvis Presley. Elvis me transformaba y, a veces todavía me sucede, en una adolescente emocionada de los cincuentas. Fue el primer rockstar que admiré con apenas seis o siete años.


No todo era rocanrol, también el famoso y multimillonario negocio del glam metal me fascinaba: Twisted Sisters, Van Halen, Quiet Riot y Kiss pasaron por mis oídos muchas veces, aunque menos de lo que quería entonces porque los discos de mi hermano mayor siempre fueron alejados de mis manos, temeroso de que un niño destrozara esos tesoros circulares.


Desde entonces no abandoné la música. En la adolescencia, cuando a mi vida le sobran horas, escuché una y otra vez los pocos discos que podía agenciarme y los muchos cassettes grabados que realicé con dedicación y paciencia en una lucha perdida de antemano por obtener discografías completas.


Además del rock clásico: Black Sabbath, Led Zeppelin, Deep Purple, Thin Lizzy, Judas Priest, y similares, fui un hijo de mi época. Así es, era un chico grunge que escuchaba jazz y blues. Nirvana y Stone Temple Pilots y Soundgarden, pero también Miles y Parker y Coltrane y Mingus retumbaron en mis bocinas. El metal tuvo su momento y conocí las profundidades del hardcore aunque abandoné pronto esos sonidos. De vez en cuando escucho de nuevo a Carcass, Amorphis, Paradise Lost, Slayer, Napalm Death y muchos otros. Soy un viejo porque ya no soporto demasiado tiempo, pero algo encuentro agradable en ellos aunque sea por unos minutos.


En la adolescencia tardía abrí el espectro y supe apreciar todo un mundo nuevo: el son, la guaracha, el guaguancó y la salsa. La cumbia llegó tarde, pero lo hizo y con fuerza. Comencé como todos, con el mejor Santana, pero me adentré con gusto en los ritmos latinos.


Escuchaba los mismos discos una y otra vez intentando desentrañar los secretos de cada canción. No siempre lo logré. Entonces volteaba a la literatura para ver si ahí podía entender lo que la música no podía explicarme por completo. A veces encontraba las respuestas, algunos autores me las dieron, por supuesto, José Agustín y Parménides García Saldaña, pero también varios autores que publicaban en revistas de los noventas: Rogelio Garza, Sergio Mondragón, Alain Derbez, Evodio Escalante, Enrique Blanc y autores de narrativa que me enseñaron mucho más que la radio o MTV, por ejemplo, Nick Hornby en High Fidelity.


Todo giraba alrededor de la música y las letras. Las mujeres no me hacían caso porque mis conversaciones implicaban hablar de cómo STP eran superiores a Pearl Jam, por cierto, lo fueron y lo siguen siendo. En caso de que quisieran cambiar de tema, esperaba que viráramos hacia porque Edgar Allan Poe era importante para el resto de la historia de la literatura norteamericana. Pero no, ellas querían hablar del fin de semana y de los antros y de cuál ropa elegirían para el sábado por la noche.


Tenía 15 años, ninguna novia o amiga liberal en el horizonte, una educación aburrida y deprimente y muchas horas para pensar. Entonces llegué a esa pregunta que todos los adolescentes deberían hacerse: ¿y si hago mi propia banda de rock?


Porque la primera intención era conseguir mujeres, y aunque eso funcionó al principio, tres años después me encontré en una disyuntiva de la cual no he podido salir por completo.


Estaba por terminar el bachillerato y ante mí se abrían dos opciones y no más: la literatura o la música. En serio fue complicado decidirme, pero el solfeo y la armonía me hacían sufrir y siempre tuve más libros que discos. A los 25 lo volví a intentar y las notas me apalearon junto a un maestro ruso de contrabajo que casi no hablaba español. Ya sabemos cómo son los profesores rusos.


Después de fracasar por segunda ocasión, entendí que sólo me quedaba amar la música desde lejos y acercarme a ella a través de las palabras.


Así comencé a escribir sobre jazz y rock, más acerca del primero que del segundo. Decidí que no repetiría los errores de muchos escritores metidos a críticos de música. Aplicaría los conocimientos de teoría musical para acercar a cualquiera a una escucha honesta y sin snobismos. Creo que algo he logrado.


Hace dos años la música volvió a acariciarme por las noches pero ahora en forma de hueso. Al principio me avergonzaba alejarme de los géneros que amo. Poco a poco he aprendido que las insulsas canciones del pop y estilos similares tienen también algunos secretos que permiten a cualquiera repetir los coros simples. Que en cada género existe algo rescatable y que la tolerancia en cualquier discusión que aborde la música es necesaria para comprenderla mejor.


Excepto cuando alguien escucha banda o a Maná. Con esos dos no puedo y toda mi civilidad se va por un caño, la gran coladera que se merecen todo un género y el peor grupo de pop en México. En serio, son peores que Panda… o Volován.

Autor