En lo cotidiano, legal, poético, literario y mercadológico, el lenguaje que uno usa es determinante para crear atmósferas, definir límites, favorecer percepciones y fabricar significados. Lo vemos en estos tiempos de corrección política, en donde se insiste que la palabra “sexoservidora” dignifica, en tanto que “puta” denigra a las que ejercen este oficio.
Además de los matices que cada lenguaje tiene al interior, tenemos una percepción cualitativa acerca de otros idiomas, que al nombrar lo mismo que en el idioma natal, le dan a la realidad una nueva cara. Porque no es lo mismo que lo mesmo, ni así que ansina, de igual manera decir que tenemos un huerto urbano tiene un matiz de diferencia con llamarnos cityculturers.
En México, hace cien años, la principal referencia extranjera era la francesa, y a la fecha, posee aún cierto aire de elegancia. Pero la dominante en la actualidad es la norteamericana, de ahí que intercalar en el habla cotidiana un buen número de términos en inglés tiñe nuestro hablar y vivir de un plus. No ocurre lo mismo, a nivel percepciones, cuando alguien intercala en su hablar vocablos en lenguas indígenas. Al menos yo, hasta ahora, no he encontrado que nadie se enorgullezca de parecerse a un “tameme”, pero sí de ser un “crossfitter”.
En el marketing, disciplina dedicada a lograr que la gente compre lo que necesita y necesite lo que ni al caso, pero que alguien necesita vender, se ha dedicado un tiempo considerable a estudiar algo llamado “microtendencias”, es decir, pequeñas corrientes de usos y nuevos hábitos que surgen entre la población, con miras a aprovecharlas para crear nichos de mercado. Por ejemplo, se detecta que cada vez hay más gente que deja de comprar discos grabados y prefiere usar servicios de streaming como Spotify. Esa es una microtendencia que las empresas de música deben tener bien a la vista. A tales tendencias frecuentemente se les nombra con un término enganchador, novedoso, impactante, las más de las veces en inglés, con la finalidad de darle al consumidor un microtítulo de nobleza consumista.
A veces, en realidad no existe tal microtendencia, lo que existe únicamente es un nuevo vocablo para cosas de toda la vida, como cuando se pregona que existe una “nueva” clase de personas llamadas “cineloners”, (de cine y alone = solo) que son aquellos innovadores que van solos al cine. Que yo recuerde, desde mi no tan lejana juventud, ya había gente que iba sola al cine y nadie le había dicho que era eso que acaban de inventar, pero que, quién sabe, igual ayuda a que sientan especiales.
Gracias a la tremenda velocidad con que ahora se difunde la información, los nuevos conceptos que los mercadólogos crean se incrustan en el imaginario colectivo, dando a aquellos que no tienen sentido de pertenencia algo a lo que unirse, por más trivial que sea y dando un nuevo marco a fenómenos que, nombrados con otra palabra, poseen un tinte indeseable.
Es muy diferente, por ejemplo, conceptuarse como un desempleado o un “chambitas” que como un freelance. O ser un incapaz de independizarse plenamente de los papás a los más de 30 años que ser un double homer.
Los double homers (dos casas) son aquellos adultos jóvenes que viven en su propio depa, pero que todavía tienen su recámara en casa de sus papás, llegan a comer ahí (para ahorrar) y llevan a lavar su ropa (porque no se organizan). Por arte de un término bien facturado, la connotación de inmadurez para este sector de la juventud ha desaparecido. Ahora es una “tendencia”.
¿Más ejemplos? Qué tal “tuitstar”, en lugar de “vago de las redes sociales. O “foodie” en lugar de ser simplemente un “comecuandohay”, como decíamos sin tanta pretensión en los sencillos tiempos pasados. Otra maravillosa: “foodtrucker”, en lugar de “puestero”. Aunque aquí hay una diferencia importante: los foodtruckers son vendedores de comida, muchas veces gourmet, ubicados en coquetos camioncitos, no en meros puestos de tubos. Lo del camión no es nuevo, pero el vocablo sí. Hace 20 años se les hubiera llamado “el señor del camión” o el “del carrito”.
Más casos: no es lo mismo (insisto) andar en bicicleta por ser pobre, que ser un ciclista urbano por elección. Y si además de esto, se suele recorrer la ciudad de noche, se forma parte una tribu particular: los noctacletos.
Y definitivamente, no es lo mismo decir que somos unos morbosos que sacamos ventaja del dolor que alegar que hacemos “turismo negro” al pagar por visitar zonas azotadas por el narco, o lugares catalogados como de alto riesgo, como el barrio de Tepito, en la Ciudad de México.(¿Qué les pasa?)
El cobijar la realidad con vocablos siempre “en positivo”, (práctica que es un must dentro del marketing) no es lo único que acontece en este crear y recrear el lenguaje, por supuesto. También hay quien crea vocablos denostadores para minar a grupos o causas que le son antipáticas (llamar “feminazis” a las “feministas”) y así calar en la percepción de la gente menos informada.
Pero además, hay profesionales, como psicólogos, antropólogos y sociólogos que trabajan por resignificar la realidad, para reconocer y cubrir de dignidad fenómenos de hoy o de siempre.
Ya se habla con seriedad y sin sorna de los “amos de casa”. No es una expresión nueva, lo nuevo es el respeto. Si hace décadas llamar a alguien así era ofenderlo (y se podía agregar el epíteto de “mandilón”), ahora se procura virar la percepción de la sociedad para que considere que ser amo de casa es una opción de vida válida, que ni denigra al hombre ni hace quedar como víctima de abuso a la mujer.
Pero el marketing encuentra cómo darle la vuelta también a esto. Porque no es lo mismo ser un amo de casa que un stay home dad… y así nos vamos.
El lenguaje, pues, camina de ida y vuelta. Se pueden inventar términos para llenarlosartificialmente de sentido y generar nuevas realidades (como hace frecuentemente la mercadotecnia) o puede envolver de manera amorosa fenómenos reales que han sido calificados despectivamente.
Por ello, es distinto decir “gay” que decir “puto”, decir “de escasos recursos” que “jodido”, decir “mongolito” que “con Síndrome de Down”. Las palabras, ciertamente, hacen una diferencia de percepción, de ambiente, de intención. Es la diferencia entre connotación y denotación. Las personas vivimos dentro de una realidad objetiva, que no captamos de manera aséptica. A todo le damos un tinte, un sesgo. Es inevitable.
A nivel colectivo, vamos construyendo un lenguaje compuesto de esfuerzos disímbolos: entre las machaconerías de la publicidad, las repeticiones de las campañas de gobierno, la educación y ahora, el intercambio veloz y vertiginoso en las redes sociales, discutimos, sin parar, el sentido de un término u otro, tratando de definirlo en su exterior y su interior. Parecieran intercambios baladíes, pero no lo son, porque el ser humano se construye de significados.
Porque… no es lo mismo confesar que vivo en un cuarto de azotea, minúsculo y de una sola ventana, que decir, satisfecha, que vivo en un lounge. O que tengo sólo tres vestidos a decir que mi vestuario es minimalista. O que no tengo para pagar un software original a decir que en realidad, soy “una activista por el software libre”. Puedo seguir y seguir, con ejemplos y ejemplos, pero creo que ya me expliqué. ¿O no?