Es enero y por fin esas terribles, terribles, terribles fechas van quedando atrás. No me quiero hacer el duro ni nada por el estilo. Vamos, que también disfruté la cena de navidad y las vacaciones. Y sí, no importa mi ateísmo porque el pavo es el pavo y el pozole el pozole.
Pero no puedo con la alegría impostada, la cursilería ramplona, la necedad por hacer cada fin de año mejor que el anterior. Lo sé, lo sé, que todo esto se hizo para los niños y que uno crece y ahora es nuestro turno de mantener el espíritu en alto durante, por lo menos, un mes.
Y todo esto puedo soportarlo, incluso aceptarlo y, tal vez impulsarlo, pero no por más de dos o tres días. Lo que de verdad me causa casi una resaca tan dura como emborracharse con vino tinto barato es la música navideña.
El castigo es corto, tal vez por eso casi nunca la incluyo entre aquello que de verdad me revienta, pero durante un mes es lo único que se escucha en casi todos los lugares públicos. Hace un año conocí a Roberto, él trabajaba en un supermercado. Se dedicaba a preparar alimentos en el pequeño deli dentro del lugar y era bastante bueno para alguien que no había estudiado nada relacionado con la gastronomía.
Prefería que me atendiera él porque el café le quedaba tan cargado como me gusta y derretía el queso de los croissant tanto como le pedía. La última vez que lo vi en su trabajo fue a principios de enero de hace un año. Algo así como el día 4. La música navideña seguía sonando en el lugar. Su rostro estaba demacrado y se notaba en sus movimientos cierta amargura.
-Qué horrible música, ¿no? ¿Por qué no la han quitado si ya pasó el año nuevo? -pregunté por hacer algo de plática.
-Noombre, no la quitan hasta después del día 6.
-No chingues Roberto. ¿Así? ¿De plano?
-Sí, llevo desde finales de noviembre escuchando lo mismo todos los días.
-¿Las ocho horas?
-Las ocho horas.
-Qué joda, Roberto.
-Cuando voy de regreso a mi casa, las ando cantando en el camión. Y luego, son las mismas todos los días y como no hay mucha variedad las escucho varias veces.
Ya no quise continuar abonando sobre su miseria porque llevaba en la mano un cuchillo cebollero y yo o tenía la culpa de que los gerentes del lugar pensaran que esa música es la mejor para realizar las compras diarias.
Unos días después volví por un café y Roberto ya no estaba. No digo que haya renunciado por culpa de la música navideña, pero no me parece desquiciado pensar que fue un elemento más que lo tuviera asqueado de su trabajo.
No me quejo sólo de los cientos de versiones de Jingle Bell Rock, sino de su sonsonete repetitivo y cursi, las campanas y los fuegos artificiales, los coros multitudinarios y el sutil cambio de tono que casi todos utilizan hacia el final de la canción. ¿Por qué la mayoría de esas canciones suben un tono cuando se repite el coro casi al terminar? ¿Producirá un efecto de alegría? No lo sé, en mí produce alivio porque significa que ya pronto va a terminar el dolor.
El asunto con la música navideña es el siguiente: incluso los grupos que suelen escribir buenas canciones no pueden evitar la mediocridad cuando entran en este ámbito. Muy pocos se salvan.
Los malos ejemplos se encuentran en todos lados, por ejemplo, el álbum navideño de The Beach Boys, la canción de Paul McCartney Wonderful Christmas Time, y, a pesar de que levantaré algunas ámpulas, ni la canción de John Lennon, Happy Xmas (War is over), se salva, no importa cuánto se esforzaron por transmitir un mensaje pacifista el cantante y Yoko.
El asunto se pone peor cuando nos acercamos al pop más descaradamente comercial. No tengo nada contra vender música, pero en este género no hay ningún intento por seducir de alguna manera. Es un sencillo intento por meterse en nuestros bolsillos como sea.
Es complicado elegir cada año las peores canciones navideñas. Yo meto en el mismo saco todas las versiones en español del cancionero estadounidense. Es ya un suplicio escuchar Rudolph The Red Nosed Reindeer pero aguantar Rodolfo el reno en voz de Thalía o Belinda o Tatiana, es un castigo comparable a escuchar completo el álbum navideño de Luis Miguel.
Por cierto, el anterior fue un año más en que escuché ese horrible disco sin desearlo. ¿Quién le dijo que era buena idea grabar villancicos gringos en español junto a una big band? ¿Lo engañaron diciéndole que sería muy original? ¿En serio pensó que es un crooner más que un cantante pop? Pero las preguntas más importantes, ¿acaso el mundo piensa que es un buen disco? ¿Por qué en todas las tiendas lo ponen? Me lleva el carajo de las posadas.
Aún así hay peores. Last Christmas, original de Wham!, taladró mis oídos por lo menos una vez a la semana. Eso sí, siempre en diferentes versiones. Cada vez que la escuché podía sentir un torrente de miel cayendo sobre mí.
Una más del repertorio navideño es Ven a cantar, cantada por La Hermandad. Ese era el nombre de un grupo integrado por estrellas mexicanas como Yuri, Mijares, Tatiana, Pandora, Denisse de Kalafe y otras más. La canción apareció en un álbum llamado Eterna navidad en 1986 y desde entonces la he escuchado cada año como si en diciembre los 80 regresaran paralelamente al presente.
Creo que la peor canción de todas, y si alguien quiere desmentirme estoy abierto a discutirlo, es el Burrito sabanero. Nada tan odioso como un villancico con ritmo latino. Gracias, Venezuela por entregarnos tan tremendo espanto. ¿Qué hace un burro de la sabana venezolana rumbo a Belén? ¿Cómo demonios piensa llegar a Palestina? ¿Por qué Juanes pensó que debemos escuchar su versión? Tantas preguntas sin respuestas y que, además, no importan.
Pero no vale la pena terminar esto con un burro desorientado. Pocas canciones navideñas me agradan. También tengo emociones y un corazón que bombea sangre al ritmo de todo lo que bebimos y comimos en diciembre.
Existe una canción que casi puede llevarme a las lágrimas. Después de escucharla siento amor por la humanidad y veo el futuro brillante y optimista. Es la versión que David Bowie y Bing Crosby hicieron de Peace on Earth/Little Drummer Boy en 1977. La voz grave de Crosby, más el timbre de Bowie hacen que la melancolía subyugue al escuchar. No es una canción alegre, pero tampoco depresiva. Lleva el invierno en su corazón y nos acompaña de la mano recordando todo aquello que ha quedado atrás, con la esperanza de que el mundo cambie y mejore pronto durante este año. Lo más pronto posible.