Más de 20 años. Eso es lo que tomó para que Pero hermoso (Random House, 2014), libro de Geoff Dyer y ganador de dos premios, el Somerset Maugham Prize y el John Llewellyn Rhys Prize, fuera publicado en español. Casi me escandaliza, pero vivo en México y ya eso no me sucede seguido.
Esta obra, que se promociona como el único libro de jazz que Keith Jarret recomendaría a sus amigos, se divide en tres. En la primera el autor narra el viaje que hacen Duke Ellington y Harry Carney por las carreteras gringas en una de sus, en apariencia, interminables giras. Intercalado en esa historia aparecen distintos perfiles que cabalgan por igual entre la imaginación y la crónica sobre siete grandes: Lester Young, Thelonius Monk, Bud Powell, Ben Webster, Charles Mingus, Chet Baker y Art Pepper.
La tercera parte es un serio ensayo sobre cómo las distintas tradiciones jazzísticas e innovaciones son determinantes para el rumbo del jazz hasta los noventas. Es interesante leer las ideas de alguien que no se dedica exclusivamente a escribir sobre jazz. Incluso hasta podría molestar a los críticos profesionales que viven, en parte, de publicar en revistas.
El punto de partida de Pero hermoso es la fotografía. Sobre todo una donde aparecen Ben Webster, Red Allen y Pee Wee Russell descansando entre sesiones. El autor le da muchísima más importancia a una fotografía que a casi toda la crítica que se ha escrito desde que el jazz es jazz tal como lo conocemos. Para él, las fotografías del mundo jazzero explican de mejor manera la respiración e intuición del genio musical que todas las palabras impresas en el Down Beat desde 1934. Esto me parece contradictorio ya que cita de forma constante a uno de los mejores críticos de jazz: Ted Gioia.
En fin, dejando por el momento esas inconsistencias que más parecen intentos por crear polémica, queda explicar qué hizo Dyer en la mayor parte del libro y porque funciona extraordinariamente.
Si algo siempre he despreciado es la cursilería en el jazz, no sólo cuando Kenny G se arranca en largos solos llenos de virtuosismo, pero con discurso falso y vacío, que de plano mueven al vómito. Lo anterior es sencillo de encontrar en la música, pero un poco más complicado de identificar en las letras que abordan el género.
Algo muy común entre aquellos que desean escribir sobre jazz desde una perspectiva lírica, sin conocimientos teóricos básicos de música o sin escuchar con atención a cada uno de los discos sobresalientes, es que caen en intentos poéticos, casi siempre cursis, por describir lo que escuchan. No, lo siento, el jazz no significa amor contemplativo, una taza de café y una tarde lluviosa. Escribir lo anterior hizo que me dieran ganas de patear mi laptop. Esos poetas deberían dedicarse a poner sus cursilerías en cartas de amor para mujeres u hombres anodinos y después esforzarse por escuchar atentamente lo que los músicos intentaron decirnos.
Por las razones anteriores, cuando un autor busca escribir una historia lírica sobre cualquiera de los músicos que rompieron esquemas mi primera reacción es de desconfianza. Para leer sobre la vida de ellos existen múltiples memorias y biografías, desde fallidas y de plano malas, como la de Charles Mingus, Beaneth the Underdog, hasta excepcionales como la de Miles Davis escrita por Ian Carr.
Ya con lo anterior parecería poco necesario que un autor se dedique a recrear la vida de un músico, pero el jazz tiene una característica que lo hace único. El mismo Dyer lo explica en su ensayo: cuando un músico aborda un standard no lo está haciendo para repetir nota por nota lo que Parker o Coltrane o Miles o Monk hicieron, sino que “…cada nueva versión la pone a prueba, descubre si todavía puede hacerse algo con ella”. En otras palabras, busca reinterpretar desde su experiencia la misma pieza que fue tocada por cientos de músicos antes. Si el joven jazzista puede aportar algo distinto es probable que la pieza nos sorprenda. Esta revisión, esta recomposición casi no sucede en otros géneros, muy poco en el rock, casi nada en el pop y no se diga en los géneros que dominan la música popular en México. Es también extraño y casi imposible de imitar esta característica en otras disciplinas artísticas. Si alguien lo hace se le acusa de plagiario. Imaginemos que alguien se le ocurre hacer un standard, en otras palabras, reescribir, los cuentos de Rulfo. No parece una idea sensata.
Entonces, ¿de qué manera reescribir o hacer una interpretación propia de algo ya contado por los mismos músicos? Dyer encuentra la manera a partir de la fotografía, múltiples lecturas y sus habilidades literarias. Podríamos decir que sí, lo que está buscando es trasladar la experiencia del standard a la literatura. Y lo consigue, no recuerdo ningún libro que lo haya logrado de la misma manera, aunque mi repertorio literario basado en el jazz no es demasiado extenso.
En cada una de los standards, el autor imagina ciertas anécdotas o estampas de los músicos. Se introduce en su pensamiento o narra desde afuera. Más que buscar una historia específica, procura recrear ambientes o sensaciones. En algunos casos bucea en la personalidad del músico, en otros, narra sus peores momentos. Leo que la intención principal de Dyer era conectar la personalidad del artista con su sonido, de esta manera el lector, que suponemos también debe ser escucha, puede tener una experiencia más completa al buscar y atender la discografía que aparece como anexo al final de libro.
Pienso que, con todo y la acertada experimentación literaria, el fragmento más interesante es el ensayo que cierra el libro. Por ejemplo, el texto abre explicando cómo es que el jazz tiene una característica única, que es un estilo en constante reescritura. Así, sus piezas están siempre vivas al ser interpretadas una y otra vez por distintos músicos. A diferencia de, digamos, el mariachi, un estilo fosilizado, el jazz, incluso cuando se estanca, se mantiene en movimiento. De esta manera, la tradición se hereda y además se actualiza desde hace más de cien años. Una muestra deja más claro lo anterior: Charlie Parker se escapaba de casa para escuchar a Lester Young, Miles Davis tocó con Parker, Coltrane con Miles, Herbie Hancock también, en fin, casi todos los destacables tocaron con Miles. Otros no conocieron a sus ídolos, pero intentaron imitarlos. A través de ellos la tradición subsistió.
El ensayo también discurre sobre el fin del bebop y el surgimiento del avant-garde o free jazz. La manera en que perdió público pero ganó complejidad, la desintegración de los géneros y el nacimiento del jazz-rock y las características que parecen mantenerlo, durante los setentas y ochentas, como un moribundo conectado a un respirador.
El libro fue publicado en 1991, por eso ignora el soplo de vida que significó el acid jazz durante los noventas y también la reinvención que Kamasi Washington acaba de regalarnos con su disco debut: The Epic.
Creo que precisamente Kamasi es el mejor prototipo de esta única característica del jazz. En este disco doble de casi tres horas, el saxofonista revisa la herencia fundamental de la música negra y la reinterpreta. Lo mejor de todo, lo hace desde afuera del canon, en Los Ángeles, muy lejos de Nueva York y fuertemente influenciado por el hip hop.
Tuvieron que pasar más de 20 años para que un músico desmintiera a Dyer; el jazz, con toda su sofisticación puede conectar con los grandes públicos. Kamasi lo acaba de hacer, aunque eso no tira por la borda muchas de las afirmaciones y la impresionante forma en que el autor nos acerca a los grandes músicos.