En 1967, Borges tenía 68 años y vivía, todavía, con su madre en el viejo departamento familiar de la calle Maipú al 994; su hermana Norah se había casado en 1928 con el crítico y escritor español Guillermo de Torre y su padre había muerto en 1937.
Vivían, entonces, los dos solos junto con una mucama, Fanny.
Leonor Acevedo, madre de Borges, tenía noventa y dos años y había decidido buscar una mujer que se encargara de las tareas que, hasta entonces, ella hacía por su hijo: leerle, copiar sus textos y acompañarlo en sus viajes y conferencias.
Según Estela Canto, una exnovia a quien Borges dedicó su cuento El Aleph, “[Leonor] necesitaba contar con una mujer pagada y manejable por los años que le quedaban de vida. No es difícil imaginarla hablando con algún amigo, entre los muchos que simpatizaban con ella, en busca de la candidata adecuada”.
Fanny, testigo directo de los hechos, confirma la idea, aunque desde una perspectiva diferente: “ella veía que se iba haciendo vieja y quiso encontrar una mujer para cuidarlo”.
Leonor creyó encontrar a la candidata ideal en Elsa Astete Millan, una antigua novia de Borges de cincuenta y siete años, viuda y madre de dos hijos; tras un breve romance, el 21 de septiembre de 1967 se casaron, mudándose a un nuevo departamento de la calle Belgrano.
Leonor le confió a Bioy Casares la felicidad que sentía por su elección luego de ver a su hijo sufriendo tras una larga serie de noviazgos frustrados con mujeres mucho más jóvenes: “No se parece a las que él nos tiene acostumbrados. Yo me quedo tranquila: creo que lo va a cuidar. Fue linda: ahora, ya la verás… Pero él no ve. Para él sigue siendo la de antes”.
Bioy, que era amable y educado en público, pero despiadado en sus diarios privados, describe a la novia como “vieja, de piel grisácea; en actitud de sierva enamorada, postrada de admiración ante el ídolo potencialmente díscolo, resuelta a rodear al hombre de cuidados domésticos y a persuadirlo de los encantos hogareños; proclive a tomar ofensa y a ofuscarse por celos; desconfiada; querendona, cariñosa y optimista; expresiva y dada al mohín”.
Leonor tampoco sale bien parada de la mirada de Bioy: “la madre (que sufre en su amor propio y en su snobismo) se aviene, sobre todo porque la novia no es una chica. A la mejor chica del mundo no le perdonaría la juventud”.
Estela Canto cuenta cómo, celosa de la fama de Borges, Elsa intentaba competir con su marido cantando canciones acompañada por una guitarra, lo que generaba risas y comentarios maliciosos. En octubre de 1970, ayudado por su traductor al inglés, Norman Thomas Di Giovani, Borges viajo a Córdoba para, desde una distancia prudente, iniciar el divorcio.
Cuando el abogado se presentó para iniciar los tramite, Elsa le dijo: “Sí, ya sé, usted viene a conversar conmigo por la fuga de mi marido. Sepa que no pienso devolverle nada”, a lo que el abogado respondió: “Señora, tranquilícese, el señor Borges me ha pedido que le comunique que le deja todo; no quiere que le devuelva nada. Sólo me ha recomendado una cosa: que tenga la gentileza de entregarme Las mil y una noches en la traducción de Lane. Es todo lo que él desea”.
La biblioteca completa de Borges quedó, entonces, en manos de su exmujer, mientras él volvía a vivir con su madre, quien moriría, a pesar de todos sus temores, casi cinco años después, a los 99 años.
Con su muerte, el escritor iba a perder más libros, pero esta vez a manos de su hermana menor, quien decidió hacer una limpieza completa en el pequeño departamento familiar.
En un armario con puertitas, Norah encontró varias pilas de libros en inglés y alemán con anotaciones del propio Borges, además de libros con dedicatorias y viejas colecciones de revistas vanguardistas (Proa, Martín Fierro…).
El hijo de Norah, Miguel, recuerda –tal vez con avaricia– dos cuadernos cuadriculados con la pequeña letra inclinada de su tío, incluyendo el original de El general Quiroga va en coche al muere, aunque no explica por qué no impidió que su madre lo quemara ayudada por la fiel Fanny.
El incidente no fue aislado: cuatro años antes, en 1971, después de la muerte de su marido, Norah había hecho lo mismo, purgando la biblioteca de su hogar de todos los autores que consideraba innecesarios: así, Jean-Paul Sartre, Simone De Beauvoir, Henry Miller, Miguel Ángel Asturias y Louis Aragón, entre otros, terminaron en el fuego.
Es posible, sin embargo, imaginar que libros de Borges se salvaron porque Norah compartía con su hermano mayor la pasión por la literatura inglesa, especialmente autores como H. G. Wells, G. K. Chesterton, Charles Dickens y Wilkie Collins.
¿Pero cómo era la biblioteca de Borges en 1964, antes de ser sometida al fuego?
Según el crítico y novelista Alberto Manguel, en su dormitorio había libros de poesía y una colección de literatura anglosajona e islandesa, además de una completa bibliografía que lo ayudaba a preparar las clases para sus alumnos (que incluían a una joven María Kodama): el diccionario de Skeat, una versión anotada de La batalla de Maldon y el Altgermanische Religions Geschichte de Richard Meyer; también había libros de Enrique Banchs, Heine, San Juan de la Cruz y estudios sobre Dante escritos por Benedetto Croce, Francesco Torraca, Luigi Pietrobono y Guido Vitali.
En la pieza de su madre estaba la colección de literatura argentina que había acompañado a la familia cuando viajó a Europa y sobre la que luego Borges escribiría sus ensayos: “el Facundo de Sarmiento, las Siluetas militares de Eduardo Gutiérrez, los dos tomos de la Historia argentina de Vicente Fidel López, Amalia de Mármol, Prometeo y Cía de Eduardo Wilde, Rosas y su tiempo de Ramos Mejía, varios libros de poesía de Leopoldo Lugones, y el Martín Fierro de José Hernández”.
“Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en una afición tan personal como la adquisición de libros”, explicaba un anciano Borges cuando le preguntaban por tal o cual texto que debería debía estar ahí y no estaba; tampoco guardaba sus libros, aunque, ayudado por su memoria, solía corregir a los periodistas que citaban mal sus poesías, ensayos o cuentos; esa misma memoria, pródiga en citas y autores, lo ayudó a preservar del fuego y del olvido –dos desastres parecidos– a los autores que habían salido de su casa convertidos en humo y ceniza.
En sus magistrales conferencias sobre el libro, explicaba cómo había logrado superar todas esas pérdidas con buen humor: “Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro está ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro”.
Los libros, reales o desaparecidos (pero ya leídos), lo acompañaron, podemos suponer, hasta el final.
“El libro –escribió alguna vez– instrumento sin el cual no puedo imaginar mi vida”.