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Noche de domingo. Veo la televisión con mi mujer recostada sobre mi pecho. El perro ronca entre mis piernas, el gato ronronea a un costado de ella. Mientras orlo los rizos rojos de la amada, surge una proclama desde lo más hondo de mi ser:

—¡Cómprame un sistema parlamentario!

El detonador ha sido lo que vemos: Borgen, serie televisiva danesa cuyas intrigas políticas, altas traiciones y golpes bajos resultan no sólo literal sino metafóricamente escandinavos. Y es que, ante el hiperpresidencialismo de las mañaneras dislálicas, el gobierno por decreto, las iniciativas de ley a las que no se les cambia ni una coma y la oposición rijosa, quejumbrosa y herrumbrosa, nada concita más mi envidia que un sistema en que las propuestas son el eje de las campañas y se debaten, en que para constituirse en gobierno es menester construir mayorías, en que los partidos cogobiernan y establecen alianzas en que el afán de poder vale tanto como los principios, ya sólo porque existe una ciudadanía crítica y activa, pendiente de las causas y los proyectos.

A falta de ello, me conformaría con un presidencialismo verdaderamente democrático: uno en que los partidos representaran causas y proyectos, conocieran democracia interna y métodos pulcros para su selección de candidatos, escucharan y atendieran las reivindicaciones de la calle, y el método priísta del dedazo hubiera sido superado tras la transición y la alternancia.

Mi desazón ante la falta de calidad de nuestra agónica democracia y de nuestra más bien indolente ciudadanía se ha visto particularmente exacerbada en fechas recientes por el caso de Félix Salgado Macedonio, quien hoy contiende por Morena al Gobierno de Guerrero, pese a traer a cuestas a dos denuncias penales por violación.

Ignoro si Félix Salgado Macedonio es o no culpable de esos delitos –creo en el debido proceso– pero, al no haber sido juzgado por ellos y no haber por tanto sido declarado inocente, me parece de enorme insensibilidad y torpeza por parte de Morena pretender que enarbole una candidatura, más cuando el mundo vive un renuevo de la lucha contra la violencia de género, más aún cuando gobiernos emanados de Morena han dado la espalda a las reivindicaciones de las mujeres. Celebro, por tanto, las tantas imágenes de mujeres de todos los caminos de la vida que circulan en redes sociales pidiendo que un (presunto) violador no sea (o aspire a ser) gobernador.

Los paréntesis no son gratuitos, y lamento que no hayan estado presentes en ese discurso, pues su ausencia, en el primer caso, oblitera (otra vez) la presunción de inocencia y, en el segundo, asume que, por ser candidato del partido gobernante, Salgado está llamado a ganar; sin embargo, comprendo y comparto la ira de esas mujeres y comprendo la lógica de la consigna. De más difícil digestión me resulta otra frase, asociada al movimiento: “Presidente, rompa el pacto”, que asume que mantener o no esa candidatura depende de la voluntad de un solo hombre y no de un partido con estatutos y democracia interna.

No que sea falso –el presidente mismo, con su “ya chole”, validó la idea– pero, para señalar lo que me preocupa de esa verdad, abrevaré de un verbo justamente popularizado por el movimiento feminista: normalizar. Dirigir el reclamo sólo al presidente de la República normaliza el partido de un solo cuadro y, con ello, el país de un solo hombre, convalida la práctica antidemocrática –priísta, de hecho– del partido de soldados del Señor Presidente.

Rompamos, desde luego, el pacto de la violencia y la inequidad de género. Pero rompamos también el del partido y el país de un solo hombre. Dejemos de convalidar el aparato del Señor Presidente.

Exijamos a Morena se comporte como un partido político con instancias y vida democrática si aspiramos a vivir en una democracia en que todos tengamos los mismos derechos: mujeres y hombres, priístas y panistas, perredistas y emecistas, morenistas de a pie y el morenista de Palacio.


Instagram: nicolasalvaradolector

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