Me despierta el silbido del viento en las ventanas y el vaho otoñal del alba. El cielo está inmaculado de nubes y el sol enmarañado de luces blancas y rojas. En la cama, con la cabeza de lado admiro la transparencia de la ciudad desde el séptimo piso del hospital la Raza mientras titila la gota de suero hacía mis venas desde el brazo izquierdo, exactamente con la misma paciente persistencia de la víspera en la noche. Me arrebujo entre sábanas y con el rabillo del ojo miro el reloj: falta hora y media para que me quiten la vesícula.
El tiempo transcurre entre los pasos cansinos rumbo al baño y la bata encima de la desnudez completa hasta acostarme en la camilla a esperar los últimos instantes. No tiene caso detenerme en el borbotón de sangre que mana de la manguera debido a un movimiento descuidado, ni en el grito a la enfermera que apurada remedia el estropicio mientras me habla con una voz queda para darme tranqulidad aunque el temblor de sus manos y su sonrisa hechiza provoca que sea yo quien le pida calma mientras me limpio los pies de sangre.
Irrumpe en la escena un señor de mediana estatura con olor a brillantina, cabeza olmeca de temple moreno y labios belfos además de su actitud como si estuviera haciendo aeróbicos. El es el camillero, dice con aire circunspecto, “me llamo Alberto López e igual que usted le voy al América”. No parece camillero sino reportero que en tanto me ayuda a recostar pregunta si conozco la alineación del mejor América de todos los tiempos, si vi jugar al Tarzán Palacios o si me gustaría conocer el autógrafo que tiene de Alcindo Martha da Freitas.
Los cabrilleos del sol me deslumbran aquella mañana en que, al fin, me traslada al quirófano una cabeza olmeca con quien hablo de futbol. Estoy aterido de frío pero pronto ya no me doy cuenta de eso debido a que el runruneo de las rueditas y mis ojos frente al plafón que semeja cuadros enmarcados de aluminio provocan imágenes cinematográficas de celuloide, es como si de un momento a otro comenzara a ver una película. Y eso es lo que sucede de pronto: me miro a mí en el espejo del elevador. inerme con los ojos fijos en mí, y sonriente al momento de hacer muecas, pero no para ver cómo me veía yo haciendo gesticulaciones sino para comprobar que ese señor de las gesticulaciones que estaba a punto de ser operado, era yo mismo y no un impostor.
El hombre de los labios belfos detiene la camilla, sigue hablando de futbol, y suavemente me desliza en una plancha helada y se despide igual que los comentaristas deportivos al medio tiempo de un partido al mandar a comerciales para luego seguir la transmisión: “nos vemos al ratito don, usted esté tranquilo”. Estoy tranquilo. Miro el goteo de suero, repaso mi nombre en la ajorca puesta en la mano izquierda (la letra con que lo escribieron es bonita) y me distraigo con el culo portentoso que pasea con singular alegría una doctora que por los meandros del hospital pregunta por una gasa como si estuviera cantando una cumbia.
Ni siquera me siento abrumado con tantas personas vestidas de blanco.
Ya estoy en la plancha frente a una lámpara que está apunto de encenderse. Siento como si fuera el platillo entre nueve comensales que departen divertidos. El doctor José Arturo Velázquez García presenta a su equipo, dice que esta operación será su primera vez pero que esté calmado. Respondo que a mi edad escuchar que alguien le diga que es su primera vez siempre será grato aunque las dudas persisten siempre. Reímos. La circunstancia me remite a una noche de juerga en donde la anestesióloga –una mulata como aquella que Gabriel García Márquez describió con los senos atónitos–, en donde la anestesióloga, repito, me quiere dormir entre botellas celebrando a mí manera, como dice cierta canción. Se lo hago saber y la carcajada de la mulata es lo pimero que realmente me espanta durante la mañana. Hay tres jovencitos con actitud impacible, parecen personajes ajenos a esta situación, están como extraviados en el reparto de personajes de un relato que no es este. Se los digo así, les pregunto de qué cuento están perdidos pero la mulata interrumpe: dice que es el momento de encomendarme a dios si así lo deseo, “al dios que sea que nosotros haremos lo mismo” y, simultáneamente, los nueve comensales se sujetan de las manos y cierran los ojos (sus rostros están invadidos con esa pureza repentina que da rezarle a dios). Les respondo que no creo en dios y que, en todo caso me encomiendo a ellos. Concluyen el rito y como la mostradora de una tienda que pasa a otra mercancía la mulata me pregunta si me gusta el vino de Argentina o prefiero el chileno y qué opino del tempranillo…
Dejemos al paciente en paz por un momento. Está dormido. Profundamente. Inerte recibe un tubo en la traquea aunque con ciertos apuros pues la garganta es estrecha, mientras los tres jovencitos ajenos a este relato lo desvisten y le dibujan circulos en la panza. Grecia es una muchachita practicante de cabello rubio relamido, nariz de pellizco y lentes de John Lennon, a quien le corresponde limpiar los rescoldos que van dejando las cuatro incisiones. El doctor ordena que se inyecte dioxido de carbono en el abdomen y éste, poco a poco, se infla como globo. El paciente se encuentra totalmente despatarrado, como un lechón con la manzana en el hocico, pero evitemos más detalles para no apenarlo.
Este procedimiento se llama “Colecistectomía Laparoscópica”, le comenta el doctor con aires académicos a Grecia, quien abre y cierra los ojos sorprendida frente a los intestinos, el colon y el hígado: se trata de una sencilla extracción de la vesícula biliar que, en en este caso, se practicó para terminar con el riesgo de otra pancreatitis que sería muy peligrosa, y también para resolver las posibilidades de peritonitis. (La mulata checa el pulso del paciente mientras da indicaciones a dos o tres más que funcionan como extras de esta escena.)
Los movimientos diestros del cirujano se abren paso entre los pliegues de la carne. Como en las películas una asistente le desprende las gotas de sudor. El cirujano zarandea la vesícula hasta hacerla pasar por la incisión superior izquierda en relación con el ombligo y mediante la cámara de nanotecnología hurga una y otra vez buscando restos o indicadores de algún otro problema. Y zambulle sus manos de nuevo como un cocinero que le quita la tinta al pulpo. Ya afuera la vesícula, encarga que otro asistente cosa las punciones. La mulata le pide a Grecia que le retire al paciente el tubo y ella lo hace otra vez con varios trabajos y dice que hay unas pequeñas heridas en la tráquea que la mulata considera efectos inevitables.
El paciente se queja y gesticula frunciendo los labios y el ceño. Una vocecilla susurrante dice que necesita orinar pero que no puede. “Tiene muy inflamada la vejiga”, dice unos de los tres personajes de otro relato y por ello es que le introducen una sonda por el pene; la descarga le produce al paciente un enorme placer al tiempo que siente que le arden las entrañas. Ya despertó.
Abro los ojos y extraño a los comensales, se han ido. Tengo mucho frío, estoy encorvado con las manos entre las piernas tentaleando al pequeño guerrero agotado; “quiero orinar”, digo. Alguien, no sé quien, me coloca un cuenco de metal y procedo entre fuego y consuelo. Poco a poco oigo el barullo del hospital e incluso a la cantante de cumbias que esta vez pregunta si alguien tiene una pastilla de clopidogrel o algo así.
Tampoco distingo quién me traslada en la camilla. Como en un sueño recurrente me percato otra vez de aquellos cuadros del techo que recorren igual que la cinta celuloide de cine mudo (el run run de las ruedillas semeja al motor del proyector). Tengo el estómago destrenzado y la cabeza enredada, como si ocupara el cuerpo de un extraño.
Estoy de regreso en el ventanal y reclinado de lado derecho miro cómo se acerca con pasos de marchista olímpico un hombre de cabeza olmeca y labios belfos; se abre paso entre la pista de mis pensamientos confusos. Me saluda como si fuera un pariente o un amigo de hace muchos años y, también, como si nos hubiéramos dejado de ver unos minutos y no las dos horas que estuve en el quirófano. Y entonces ese hombre que se llama Alberto retomó la plática y me preguntó por mi pronóstico para el partido de futbol de mañana en el Estadio Azteca, en el que jugaría nuestro equipo. Y así nos fuimos discutiendo las variables del juego, hasta que miré por la ventana una hermosa estampa de la ciudad de México.
El viento, ya no silbaba.