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Las crónicas sajonas (y francas, y gallegas) los describen como unos auténticos mastuerzos. Rudos, montaraces y silvestres, muy altos, con largas cabelleras y barbas frondosas, ojos feroces, rostros cuajados de cicatrices, brazos tatuados, sangre e incisiones rituales en los dientes. Verlos en acción debía de ser un espectáculo atroz.

No cabe duda de que los vikingos inspiraban pavor en sus víctimas. Para los monjes y campesinos de la Europa occidental de los siglos VIII y IX, las incursiones de estos demonios del mar eran eclipses de sol, catástrofes de dimensiones bíblicas. Los invasores eran un pueblo con una muy sólida cultura oral, pero que no escribió sus propios libros, así que la versión que ha trascendido es la de sus víctimas. Sin embargo, ensayos recientes como el extraordinario Vikingos. La historia definitiva de los pueblos del norte (Ático de Libros), de Neil Price, apuntan a que los supuestos mastuerzos eran en realidad bastante más refinados de lo que solíamos creer. No el epítome de la barbarie y el desaliño, sino un pueblo que se preocupaba por su aspecto físico y con un considerable sentido de la estética, la higiene y la moda indumentaria.

Price dedica un desmitificador capítulo a la elegancia de aquellas tribus germánicas establecidas en los valles y fiordos de Escandinavia. En él insiste en que la suya era una cultura muy visual, obsesionada por la apariencia, y que al menos parte de su élite política y económica se vestía con suntuosos vestidos importados (la seda era para ellos un tesoro), diseños exquisitos, riqueza cromática y prendas de fantasía. Cierto que el look de diario de sus piratas y saqueadores constaba por lo común de una basta túnica, casco de metal (contra la creencia popular, sin cuernos) chaleco de piel de oveja y cota de malla. Pero los escandinavos de la época sabían vestirse bien cuando tenían algo que celebrar o alguien a quien impresionar.

Vestidos para matar

También conocían el baño no diario, pero sí frecuente, tenían en muy alta estima accesorios artesanales como los prendedores de túnica, los anillos o los peines y sus tatuajes, más que burdas manchas de tinta, eran intrincadas obras de arte sobre la piel con un sentido ritual que hoy, por desgracia, desconocemos. Ese aspecto de sus costumbres y su cultura material había pasado desapercibido durante siglos, entre tanta crónica de saqueos indiscriminados, barbarie ceremonial y efusión de sangre, pero recientes descubrimientos arqueológicos apuntan a que se trataba de una de las sociedades más elegantes del norte de Europa en el periodo de transición de la Edad de Hierro tardía a la Edad Media.

Jacinto Antón, periodista al que los vikingos fascinan “desde siempre”, quiere introducir un matiz: “Si hablamos de elegancia vikinga, tenemos que referirnos solo a la cúspide de la pirámide social en las sociedades escandinavas. El resto padecían la pobreza material de la época y se vestían con sargas, piezas de lana y vestidos baratos, como los campesinos francos, los godos o los sajones”. Sí es cierto, en cambio, “que no encajaban en la imagen arquetípica de bárbaros desaseados”. La suya era una cultura que valoraba mucho la higiene y la indumentaria: “Incluso a los embajadores musulmanes en las cortes de Escandinavia o a los árabes que comerciaban con ellos a orillas del Volga o del mar Caspio les llamó la atención que se bañasen y prestasen tanta atención al cuidado corporal y el buen vestir”.

Eso es algo muy acreditado también en los múltiples hallazgos realizados en tumbas de guerreros, en las que abundan, según el relato de Price, peines, joyas, máscaras y prendas sofisticadas. Antón entrevistó a Price y conversó con él sobre un aspecto que le resulta especialmente atractivo: “Los escandinavos tenían un cierto miedo al vacío que compensaban acumulando objetos, dibujando y decorando, de ahí que su cultura material sea tan rica. No eran iletrados, pero no conocían el libro. Incluso su escritura, las runas, respondían más a la voluntad de ofrecer un espectáculo visual que a la de construir un relato”.

Además, viajaron mucho, “lo que les convirtió en maestros de la comunicación no verbal”. En realidad, “el aspecto feroz que presentaban en combate, ese tatuarse todo el cuerpo, limarse los dientes, irrumpir por sorpresa oliendo a humanidad y cubiertos de sangre de pies a cabeza, formaba parte de una estrategia de intimidación y propaganda bélica pensada para infundir terror a sus adversarios”. Sus tatuajes, en especial, “eran ornamentos rituales para entrar en combate no muy distintos de los que utilizaban pictos y celtas o siguen utilizando grupos criminales de la actualidad como los yakuza japoneses”.

Pioneros de lo andrógino

Price da mucha importancia a descubrimientos recientes que han contribuido a transformar nuestra imagen de los pueblos del norte. Por ejemplo, una figurita bañada en plata encontrada en 2014 en la localidad danesa de Harby, cerca de Roskilde, que muestra a un presunto guerrero del año 800 vestido de manera ambigua (¿andrógina?), con una enagua plisada hasta los tobillos y una extravagante camiseta con cuello de V, capa ornamentada, chaleco largo y una coqueta falda.

Detalle de un adorno de cuello vikingo procedente de una tumba de Hallinge, Gröflingbosh, Suecia. Ahora en el Museo Nacional de Antigüedades de Estocolmo.

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