Al final de Tartufo, o el impostor, Orgon está a punto de perder bienes y propiedades gracias a la estafa de Tartufo hasta que, de pronto, surge un emisario del Rey que sabía del modo de obrar del falso religioso y lo manda encarcelar. Semejante final tiene una explicación: justificar y ensalzar la sabiduría de Luis XIV. Entre los recursos del monarca se encontraba el mecenazgo a músicos, pintores y dramaturgos, como Molière.
Si bien este final no checa con una sociedad individualista y con mayores libertades como la nuestra, queda como un testimonio de la visión absolutista: la persona está indefensa ante otros y requiere de un monarca sabio para salvarlo. Por desgracia uno de los recursos del autoritarismo contemporáneo es reforzar la imagen de un hombre fuerte y magnánimo, aunque eso implique ampliar sus márgenes de discrecionalidad a costa de las leyes.
Hace unos días el ex presidente Vicente Fox denunció una presunta invasión a su propiedad, culpando al ejecutivo de todo daño a su persona, sus bienes y su familia. Al poco tiempo, se envió un grupo de militares al Rancho San Cristóbal, pero “sin los excesos de antes”. A las pocas horas también se dio a conocer que Felipe Calderón también había solicitado guardias. Dejemos a un lado el mar de miseria moral que se vertió en las redes sociales en reacción a lo que sucedió: veamos los discursos detrás del acto.
López Obrador es un gran manipulador de símbolos. Por ejemplo, durante su campaña se centró en temas que, si bien no implican cambio o mejora alguno y suenan más bien a revancha, son eficaces por su carga emotiva: la pensión de los ex presidentes, la venta del avión presidencial y mudar su residencia de Los Pinos a Palacio Nacional. El objetivo: asentar un nuevo discurso sobre su gestión en el imaginario colectivo.
Cada uno de esos temas podía tener soluciones más eficientes. Por ejemplo, si bien era insostenible la existencia de una pensión como la que hasta hace unos meses gozaban los ex presidentes y hay alternativas como hacer que coticen para su separación o simplemente mantenerlos unos años mientras su información pierde relevancia, aplicar una disposición de manera retroactiva era un acto de arbitrariedad. Además, no se habló claramente de los escoltas, quienes cumplen una función de proteger a una persona que llegó a tener responsabilidades que podrían generarle revanchas. Pero eso no importaba: era el aplauso lo que contaba realmente.
¿Qué pasó entonces? Aunque al parecer la pensión no afecta mucho a nuestros ex gobernantes, el tema de la seguridad afloró; dándole la oportunidad al ejecutivo no solo de lucir magnánimo, sino de recurrir a que el apoyo sería según sus reglas. En otras palabras, cambió las cosas para que todo quedara muy similar a lo anterior y en sus términos.
Lo más grave: tomar el discurso de la magnanimidad termina justificando la discrecionalidad de una persona. Y entre más aplauda la gente, menos valdrá la ley, convirtiendo al ejecutivo en la persona que definirá quién es culpable, quién es inocente, quién merecería ayuda y quién no, en lugar de reconocer los derechos de todos y fortalecer el marco legal.
Si no hacemos algo por detener esto, los finales a las futuras obras de teatro no serán muy diferentes al Tartufo.