Mérida.— Los laureados con el Nobel de La Paz saben que son algo así como rockstar, lo cual asumen y reconocen.
Estar frente a nueve de ellos para coordinarlos no deja de ser una tarea intimidatoria, al mismo tiempo que una oportunidad de vida y profesión. Son conscientes de que su vida ha cambiado de manera radical, se saben observados y también entienden que la gente que se les acerca quiere una fotografía y, particularmente, escucharlos y escucharlas; todo va más allá de una selfie.
La historia de vida de cada uno de ellos es impresionante. Han vivido con convicción y vocación, experiencias al límite. Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz 2003, expresó con dolor su brutal experiencia en Siria. “Entendámoslo, el gran problema que tenemos son los dictadores; son los que imponen y no entienden ni saben lo que es la democracia”. Esta menuda mujer ha vivido prisiones de toda índole y aprovecha cada segundo de los seis minutos de exposición; y cada segundo de sus dos minutos de propuestas. No vale la pena recordarle el tiempo que debe durar su participación.
Kailash Satyarthi, de la India, fue Premio Nobel de la Paz en 2014, ha dedicado toda tu vida a la protección de los niños. Se hizo una pregunta que de inmediato captó la atención: ¿somos muy distintos de ustedes? El planteamiento dejó un vacío inicial y Kailash se encargó de responderlo poco a poco, para llegar a una conclusión: “todos tenemos que hacer lo que nos corresponde hacer y nadie debe darse por vencido; y recuerden que los Nobel no somos diferentes a ustedes”.
Tawakkol Karman, de Yemen, Premio Nobel de la Paz 2011, no ha perdido la combatividad de sus batallas por la defensa de los derechos humanos a través de la organización Mujeres sin Cadenas. La periodista, con intensidad y su recia personalidad, plantea: “la ira del pueblo tiene que ver con su defensa de los derechos humanos”. En medio de una gran emotividad, las manos de Ebadi y de Karman se entrelazaron, en un acto de fraternidad y solidaridad entre mujeres y, en algún sentido, también entre naciones.
Leymah Gboewee, de Liberia, fue Premio Nobel de La Paz 2011. Su extraordinario trabajo puso fin a la segunda guerra civil liberiana: “nosotros somos quienes hemos construido los monstruos de la política, existen porque los hemos dejado pasar hay algo que debemos entender: nosotros somos quienes decidimos, pero también quienes nos dejamos”.
Se va suscitando una participación tras otra. Todas llevan al final a pensar en nosotros. Jody Williams, Premio Nobel de la Paz 1997, por su participación a favor de la prohibición de minas antipersonales y bombas de racimo, con sensibilidad y sarcasmo plantea la realidad de EU: 57% del dinero de su país va directo a las armas, compra-venta y producción, por encima del gasto en educación y salud. Jody es clave en la batalla contra el armamentismo; el Gobierno mexicano bien haría en estar cerca de ella.
Darle seis minutos a cada uno de estos históricos personajes es evidente que es poco. Sin embargo, su generosidad nos permite algo fundamental: saber que después de ser laureados siguen siendo hombres y mujeres que no bajan la guardia.
Juan Manuel Santos, expresidente de Colombia y Premio Nobel de La Paz 2016, habla de su país como si fuera el nuestro: en la pobreza, dice, no se mide la dignidad. “Ser pobre no es sólo no tener para comer, no se tienen derechos, no se tiene acceso a la salud y no se tiene educación”.
Los Nobel trataron en seis minutos, más dos de propuestas, de explicarnos lo que viven en su mundo.
Va lo obvio: estamos en la aldea global.
RESQUICIOS.
Lech Walesa es todo un personaje; empezó diciendo que era un trabajador y un hombre práctico. Sus lentes amarillos llamaron poderosamente la atención. “Me costaron un euro y me los pongo porque me acaban de operar los ojos”, nos dijo. Dicho de otra manera, si se ponen de moda los lentes amarillos, Walesa se debe llevar una lana.
Este artículo fue publicado en La Razón el 20 de septiembre de 2019, agradecemos a Javier Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.