Para millones de inmigrantes centroamericanos, México se ha convertido en una peligrosa sala de espera de Estados Unidos. Cediendo ante las presiones de Donald Trump, el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador ha aceptado que Estados Unidos le regrese a decenas de miles de centroamericanos que están solicitando asilo político. El resultado es terrible: carpas a la intemperie en la zona fronteriza, niños durmiendo en el piso en pleno invierno, sin escuelas o servicios médicos, adolescentes expuestos a grupos criminales, y todos esperando por meses (o más) en un territorio amenazado por los cárteles de las drogas y traficantes de seres humanos.
Eso es lo que aceptó México.
Bajo el programa conocido como Quédate en México (o Migrant Protection Protocols) el Departamento de Seguridad Interna de Estados Unidos ha obligado a casi 50 mil solicitantes de asilo político a regresar a México, según el informe de Human Rights First. Y ya hay más de 340 casos reportados de violaciones, secuestro, tortura y otros actos violentos contra esos inmigrantes.
Para los centroamericanos que están huyendo de las pandillas y de la violencia es una locura pensar que el estado mexicano de Tamaulipas, por ejemplo, es un lugar seguro. No lo es. Muchos inmigrantes están siendo devueltos a las ciudades fronterizas de Matamoros y Nuevo Laredo. Y Human Rights First nos recuerda que el mismo Departamento de Estado ha considerado que el nivel de peligrosidad de Tamaulipas es similar al de Afganistán, Irak, Siria, Somalia o Yemen.
Para no irnos más lejos, cifras del mismo gobierno de AMLO reconocen que de enero a noviembre del 2019 asesinaron a 790 personas en Tamaulipas. El gobierno de México no puede garantizarles la vida ni siquiera a los mexicanos. Y ahí es donde han caído miles de inmigrantes centroamericanos, venezolanos y cubanos. No tienen más opción que esperar. Regresar a las dictaduras de Cuba o Venezuela es impensable. Y para los centroamericanos volver a Honduras, por mencionar un caso, podría significar la muerte.
Yamali Flores y Josué Cornejo son una pareja hondureña, con dos hijas pequeñas y un adolescente, y fueron forzados a regresar de Brownsville, Texas a Matamoros, Tamaulipas. Vienen huyendo de la violencia. “Mataron a una tía mía y se metieron a la casa donde estábamos durmiendo todos”, me dijo Josué en una entrevista el otoño pasado (y aquí está el video: https://youtu.be/6Ir26xA7Rds ). “Entonces le dije a mi esposa que nos (fuéramos) a Estados Unidos y por eso cruzamos el río”. A pesar de que Josué había protegido del agua las “evidencias” del peligro al que estaban expuestos en Honduras, las autoridades estadounidenses los arrestaron -por haber cruzado ilegalmente- y luego regresaron a México a los cinco.
¿Cómo se sienten en Matamoros?, le pregunté a Yamali. “Nos sentimos angustiados y asustados de ver muchas cosas que pasan aquí. Y tenemos que seguir esperando mucho más todavía para poder lograr el asilo en Estados Unidos. No importa si son ocho meses. Aquí vamos a estar”. Ellos no tienen un abogado que los represente ni el dinero para contratar a uno. Eso reduce enormemente la posibilidad de que su caso sea aprobado.
México, conscientemente o no, le está quitando a la familia de Yamali y Josué la posibilidad de vivir en un lugar seguro. Además, ni el gobierno de AMLO ni el estado de Tamaulipas parecen tener la capacidad económica y organizativa para atender apropiadamente a tantos inmigrantes. Esto -y las expresiones xenofóbicas de algunos mexicanos- auguran más tensiones y más abusos para los inmigrantes que son devueltos a México.
Es irónico que México -que durante décadas fue exportador de inmigrantes- ahora se ha convertido en el principal obstáculo para que muchos centroamericanos puedan llegar a Estados Unidos. México no debe ser la sala de espera de su vecino ni decirle siempre yes a mister Trump.
A través de una pantalla en Skype, Yamali y Josué me presentaron a sus hijos, David, Génesis e Ivonne. “Nosotros lo único que queremos es que ellos sigan viviendo”, me comentó su madre, “que lleguen a ser adultos”. ¿Qué pasaría si regresan a tus hijos a Honduras?, le pregunté al padre. “Los matarían a todos”, me dijo.
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