Furibundas e inclusive cómicas han sido las reacciones de la feligresía pejista en contra del artículo publicado por The Economist con el título “El Falso Mesías de México”. ¡Vaya con el culto a la personalidad del líder de la 4T! El fenómeno que se incrementa en la misma medida en que el gobierno demuestra su ineficacia en todos los renglones de la vida nacional. Para sus fervientes seguidores el líder nunca se nunca se equivoca y es un espejo de bondad y virtudes, por eso irrita cualquier asomo de crítica y buscan aplastar a como de lugar a quien disiente. Matar al mensajero sin hacer el más mínimo esfuerzo por entender el mensaje. El jefazo es una figura intachable a la cual nunca se debe cuestionar y para quien solo cabe la adulación. Pero los pedestales donde se coloca a los políticos suelen ser resbalosos. Hoy existen hordas de quienes aman desaforadamente al líder, seguros de que jamás va a fallar, y por eso incluso justifican decisiones las cuales, muchas veces, contradicen ideologías y promesas de campaña. Las infinitas ganas de creer en alguien, el fervor, la fe ciega se impone a cualquier esfuerzo crítico. Por eso ahora vemos en México a tantos militantes de “izquierda” defender políticas tan contradictorias a sus luchas de antaño en temas como el establecimiento de instituciones autónomas, el feminismo, la creación de contrapesos institucionales frente al Poder Ejecutivo, el fortalecimiento del federalismo, la transparencia, el combate al clientelismo, la despolitización del Poder Judicial, la desmilitarización de México y un largo etcétera. Pero todas estas contradicciones terminan por cobrar factura y se vuelven en contra tanto de los crédulos como de los fariseos.
El mundo es un lugar complejo donde las soluciones fáciles suelen estrellarse con el muro de la realidad. Políticos decididos a tratar de gestionar con eficiencia la complejidad de las sociedades son derrotados en el foro público por quienes ofrecen atajos y simplificaciones. Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos tiene todas las de perder frente a quienes marcan fronteras categóricas entre “nosotros” y “ellos”, o entre las élites y el pueblo. Por eso Ebrard en su perentoria respuesta a The Economist insiste en responsabilizar a las élites de todos los males del país y desvía la discusión del tema central abordado en el texto: la devaluación de la democracia mexicana en el gobierno de López Obrador, misma que ha sido provocada por la constante polarización del discurso presidencial, el desprecio al Estado de derecho, el desmantelamiento de las instituciones autónomas y la militarización del país. Ebrard se limita a reiterar frases hechas, slogans de campaña, falacias y distorsiones: “…pereciera permear la visión de que la mayoría de la sociedad mexicana, sobre toda la de menos recursos, está equivocada y apoya a quien no debe. La portada de hoy es la síntesis de la exasperación. Se sabe que los resultados de la elección, como ocurrió en 2018, no coincidirán con la que ustedes desean”. Nos dice el canciller en plan militante.
Ser testigo de tantas batallas en torno a López Obrador me hace pensar en quienes se toman la vida demasiado en serio: los moralistas, los iluminados, los mesiánicos, y en general aquellos antipáticos personajes que viven para, según ellos, salvarnos a nosotros de nosotros mismos. ¡Cuídense, amigos de los iluminados! Huyan de aquellos que creen estar siempre del lado del bien (o más bien, que creen que ellos son el bien) y de los que suponen que todo lo saben y todo lo pueden, y en el ejercicio perverso de ese delirio no tienen reparos en deformar la realidad objetiva que los rodea y a los seres humanos que la habitan. Fue Anatole France quien escribió aquello de “¡Qué importa que el sueño nos engañe, si es hermoso!”. Muy bien, pero debemos saber distinguir la calidad de los sueños. No son precisamente los sueños, por más desmesurados que sean, los que agravian, sino sus encarnaciones arbitrarias. Los políticos populistas y los grandes demagogos (los “falsos mesías” para usar la terminología de The Economist) viven de las mentiras, de los espejos de humo, de vender castillos de arena. Es cierto es que el origen del problema político consiste en que el aspirante a gobernar debe excitar en quienes serán sus gobernados la ilusión de que él tiene en las manos la llave de la solución, pero la realidad es que cuando adquiere el poder no se juega con ilusiones o ideas absolutas sino con situaciones concretas, ordinarias, coyunturales. Benedetto Croce decía que “El hombre no es, sino que deviene incesantemente”. En ese devenir perpetuo que sólo con la muerte termina hace que el ser humano viva en la constante aventura de lo incógnito. Es todos los días el mismo y, cotidianamente, distinto. Esta realidad elemental y por lo tanto fundamental, hace que la incertidumbre forme parte de la naturaleza humana. La política es un intento de resolver esas incertidumbres, por lo que sus afanes por la misma naturaleza de su origen, están condenadas a ser circunstanciales y momentáneos. Pretender soluciones absolutas y definitivas es intentar congelar la historia. Los intentos de esos absolutos en el siglo XX fueron la causa y la razón de los totalitarismos.
El estadista es aquel que puede anudar lo que anhelaba Jeremías Bentham: “Ser un soñador de realidades y un realizador de sueños”. Coordinar esfuerzos e interpretar anhelos, decía un amigo mío. Conoce, en primer lugar, sus propias limitaciones. Por eso, entre otras cosas puede y debe tener sentido del humor como para reírse de sí mismo. Los tiranos, los dictadores y la mayor parte de los políticos fallidos sobredimensionan sus aptitudes. Se toman demasiado en serio, y sobredimensionar las situaciones que uno vive lleva, irremediablemente, al ridículo.