marzo 10, 2025

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Una de las calles de la localidad de Bucha tras el paso de las tropas rusas. En la casa de la derecha, solo una columna permanece en pie. Al fondo, un tanque ruso carbonizado. EFREM LUKATSKY / AP

El mundo se estremece testigo de los crímenes de guerra que se están perpetrando en Ucrania. En Bucha, suburbio de Kiev, cerca de 400 civiles fueron ejecutados por las tropas rusas a cargo del teniente coronel Omurbekov Azatbek Asanbekovich, un sujeto de 40 años, buriato de origen (los buriatos son una etnia siberiana asentada cerca de Mongolia). Comandó este nuevo espécimen de la historia universal de la infamia la unidad 51460 que partió del extremo siberiano donde se encontraba hasta los umbrales de Kiev. Ahí arrasaron con todo y asesinaron a cerca de cuatrocientos civiles. Los muertos se encontraron maniatados y tendidos en las calles de Bucha o apilados en sótanos y fosas comunes. Rusia niega cualquier responsabilidad (lo mismo hicieron en Katyn) pero las imágenes que prueban la barbarie son irrefutables. Asanbekovich es un militar condecorado y fue bendecido por la Iglesia Ortodoxa de Rusia antes de la invasión. Era, quizá, un tipo que pasaba por normal, un ser humano promedio, alguien como uno. Ahora su imagen circula por las redes sociales señalado mundialmente como el asesino a sangre fría de centenares de individuos.

Jonathan Littell en la presentación de ‘Las Benévolas’, París (Foto: Jean-Marc Loos / El Mundo).

Su caso me hace recordar a algunos antihéroes de las novelas de criminales de guerra, como al Obersturmbannführer Maximilian Aue, el protagonista de Las Benévolas, de Jonathan Littel. Aue personifica perfectamente bien aquello de la “banalización del mal”, también es un personaje que no busca redención, sino que reta directamente al lector y le pregunta si cree que él hubiese sido diferente a esos cientos de miles de alemanes que mataron, o a esos millones que cerraron los ojos. Nos creemos moral y éticamente superiores a cualquier asesino, a cualquier bárbaro, pero Aue nos asegura que no lo somos y, simplemente, hemos nacido en un cómodo espacio físico y temporal. Aue pasó de ser un hombre culto y amante del arte quien incluso pasaba por sensible a convertirse -paulatinamente- en un asesino metódico y eficaz. Y es aquí precisamente donde surge mi duda: ¿Era Aue un psicópata o se convierte en un despiadado asesino impulsado por el mundo en llamas que le rodeaba?

La escritora Clara Usón.
CONSUELO BAUTISTA / El País

Otra magnífica novela sobre aquellos que transitaron de magníficos padres de familia y personas intachables a criminales de guerra es La Hija de Este, de Clara Usón. Cuenta la historia de Ana Mladic, hija del general Ratko Mladic, uno de los asesinos más sanguinarios de la guerra de Yugoslavia, quien ordenó ejecutar a ocho mil bosnios tras el sitio de Srebenica. Ana, con apenas 23 años, brillante estudiante de medicina y nacionalista a ultranza, se suicidó con la pistola favorita de su padre al constatar todos los homicidios perpetrados por su dulce progenitor. La Hija del Este se lee con auténtica pasión, como una obra escrita en varios planos y donde queda claro quiénes son los malos, pero nunca quiénes son los buenos. También constituye un valioso testimonio de los arduos avatares del pueblo serbio y de la vorágine nacionalista y autodestructiva que devoró a las naciones balcánicas tras la muerte de Tito. En uno de los momentos críticos de la obra uno de los personajes clama: “¡Soy serbio! Puede que tenga un trabajo de mierda, que mi mujer me riña cuando vuelvo borracho y que mi jefe disfrute humillándome, pero ¡ah, compatriotas, hermanos, antiguos camaradas!, no soy un cualquiera, sino un elegido, pertenezco a una gran nación, a un pueblo milenario, ¡soy serbio!” Algo que bien podría ser pronunciada igualmente por cualquier nacionalista de la parte que ustedes quieran del mundo, de esos que se sienten miembros de una comunidad única y superior objeto de derechos inalienables y protagonista de actos heroicos (si es nuestro país) o víctima de actos deleznables (si se trata de cualquier otro país).

Bao Ninh, autor de El dolor de la guerra

Particularmente, interesante y no tan conocida, es El Dolor de la Guerra, autobiografía novelada de Bao Ninh, narrada desde el interior del ejército comunista durante la guerra de Vietnam. La historia no tiene una trama definida ni situaciones emocionantes, pero sitúa al lector en escenarios desoladores dentro una batalla desmesurada y eterna. En esta obra destaca un inaudito tipo de crimen de guerra, uno aun no tipificado ni en La Haya, ni en Ginebra: el cometido por los comandantes de un ejército en contra de sus propios soldados. Desde luego, la Guerra de Vietnam se caracterizó por las innumerables fechorías perpetradas por el ejercito de Estados Unidos, pero la dirigencia vietnamita no se quedó atrás en cuanto a la crueldad con la que llegó a tratar a los civiles y, sobre todo, con la deliberada falta de pericia y de ausencia de cuidado con sus propias tropas. En esto destaca la siniestra figura de Le Duan, quien aunque técnicamente nunca fue el jefe de Estado (ese fue Ho Chi Minh), sí fungió como Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de Vietnam, lo que significaba que era el gobernante efectivo. Poseía una mente política superdotada, pero fracasó miserablemente al dirigir al país. Durante la guerra aplicó la estrategia de “maximizar las pérdidas de vidas humanas en las ofensivas”, para tratar con ello de conmocionar al máximo a la opinión pública mundial, y a estadounidense en particular. Intencionalmente temeraria fue la famosa ofensiva del Tet de 1968, acción clave que significó un punto de quiebre en el conflicto a costa de más de cincuenta mil muertos para el ejército del Norte. Ya en la I Guerra Mundial muchos habían censurado a los comandantes que, de forma incompetente e inhumana, ordenaban salir de las trincheras por miles de jóvenes apenas recién entrenados para morir ante el fuego de las ametralladoras enemigas (“leones comandados por asnos”, se decía de estos comandantes). Pero lo de Le Duan es el caso patológico de un gobernante quien adrede buscaba multiplicar las bajas de su propio ejército. Dice Max Hastings en su monumental historia de la Guerra de Vietnam que Le Duan estaba determinado a obtener una victoria a cualquier coste. “Su crueldad era increíble, hay momentos en los sesenta en los que Ho Chi Minh habría aceptado una paz de compromiso, pero Le Duan se opuso porque para él solo era aceptable la victoria total. La obtuvo, pero luego de que su país perdió aproximadamente tres millones de vidas”.

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